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La cintura de Mohamed VI
El rey de Marruecos celebra su decimoquinto aniversario en el poder ante el reto de conseguir la definitiva democratización
Actualizado: GuardarTan sólo doce meses y toda una guerra civil separan las experiencias en el poder de Mohamed VI y Bashar el-Asad. El rey marroquí sucedió a su padre, Hasán II, hace ahora quince años y el jefe del Ejecutivo sirio reemplazó en el cargo al progenitor a lo largo del verano de 2000. Las circunstancias eran similares. Ambos accedían a la dirección de dos estados árabes de ingresos medios tras décadas de gobierno absoluto de sus predecesores. El primero asumía la autoridad política y religiosa, mientras que el exoftalmólogo heredaba las prerrogativas y el desmedido culto a la personalidad de Hafez, el León de Damasco.
La llegada de los dos jóvenes a la escena pública también fue interpretada con optimismo, como el comienzo de la liberalización de los respetivos regímenes. La situación actual es dispar. La república siria sufre el repudio de Occidente y el país se ha precipitado en el caos, mientras que Marruecos goza aún del favor de la comunidad internacional y la condición de aliado estratégico de Washington.
La disparidad de las estrategias ha resultado absoluta. En un caso, las expectativas han resultado completamente defraudadas; en otro, los oportunos cambios han permitido la supervivencia de la monarquía alauí, ahora bien, imposible de juzgar en términos de condena o aplauso. Tal y como asegura Anouar Boukhars, experto en los procesos de democratización árabe, describir la dinámica del sistema político en términos de blanco o negro «impide ver las varias zonas grises en las que se lleva a cabo la política marroquí».
Los tonos más vivos incluyen las primeras reformas normativas como el Código de Familia o Mudawana, favorable a la mujer, y una apertura política controlada, sin menoscabo de las prebendas reales, que adquirió nuevas premuras cuando la primavera reivindicativa también llegó, en 2011, a Rabat y Casablanca. El Movimiento 20 Febrero reclamaba trabajo, más democracia y algo tan inquietante como la exigencia de que el monarca reine, pero no gobierne, a la manera que se estila al otro lado del Mediterráneo.
Mohamed demostró reflejos y cintura para capear las demandas. No se enroscó como El-Asad ni tampoco movilizó los blindados como sucedió en Baréin. El rey se avino a dotar de recursos al presidente del Gobierno, establecer un Estado de derechos y libertades, y promover la autonomía regional. La convocatoria de elecciones desactivó las revueltas. El guión no se movió un ápice respecto al resto de los países del norte de África. Los islamistas moderados del Partido Justicia y Desarrollo obtuvieron la victoria y conformaron un amplio Gobierno de coalición que rechazaba inoportunos radicalismos.
Los últimos tres años, esenciales para el devenir del mundo árabe, han demostrado, una vez más, la dualidad monárquica y la distancia que existe entre la realidad profunda y las formas diplomáticas que envuelven la cohabitación con Abdelilah Benkirán, el jefe del Gobierno. A juicio de los analistas, las medidas de cambio entran en conflicto con intereses ancestrales, la pretensión democrática se enfrenta reiteradamente con el Majzén, un conglomerado de intereses clientelistas vinculados al aparato palaciego que ha nutrido tradicionalmente los recursos de la elite y que escapa tanto al control convencional de la política como a los mecanismos de la justicia.
La deriva de la alianza gubernamental, con diversos reajustes, se ha interpretado desde los deseos de este poder en la sombra de cuidar sus privilegios y torpedear, si es preciso, la acción del Ejecutivo. Así, la salida del poder del partido Istiqlal, afecto al monarca, fue interpretada como un jaque desde la Corte a las pretensiones de transformación expresadas por los nuevos dirigentes.
Paro y descontento
Mohamed VI puede celebrar su decimoquinto aniversario en una situación de privilegio respecto a otros estadistas de la región, hoy amparados por el exilio, convertidos en reos o reducidos al funesto recuerdo. Pero su singular estrategia cromática, capaz de reunir cambio e inmovilismo, cuenta con notorias amenazas. Los programas sociales o la oferta de la Administración, en época de crisis global, no pueden mitigar sustancialmente las cifras de paro juvenil, que puede oscilar entre el 60 y el 80% de los licenciados. La emigración, tradicional válvula de escape, tampoco puede diluir el descontento en esta coyuntura.
La amenaza extremista no se halla desactivada. Quizás la notoria modernización del Ejército puede ser suficiente para contener la amenaza terrorista, pero los drones no luchan contra la radicalización ideológica y tal vez quepa la posibilidad de que la insatisfacción popular anime a un mayor protagonismo de Justicia y Caridad, el partido de masas que aúna fe y militancia y no reconoce la condición del rey como Comendador de los creyentes. Su aparente pasividad puede que sea fruto de una paciencia sabiamente administrada.
La limitación de la libertad de expresión tampoco contribuye a facilitar la convivencia. La Casa Real se muestra hostil a la crítica, y cuestiones como las relaciones con Argelia, el problema del Sahara Occidental y la corrupción dentro de la Administración, son presa de la censura. Pero la aldea global impide veladuras de otra época. El pasado año, la revista Forbes incluyó al monarca entre las cabezas coronadas más ricas del mundo, un selecto club en el que participan príncipes de Arabia Saudí, Abu Dabi, Catar o Brunéi, territorios que participan de una bonanza ajena a las circunstancias sociales y económicas de Marruecos. Posiblemente, no son ya tiempos para medias tintas. Las graves tensiones que sufre el Magreb y la convulsa situación del Sahel invitan a olvidar antiguos claroscuros y poner en práctica, cuanto antes, políticas diáfanas para evitar nuevos estallidos.