El gato niño
Actualizado: GuardarVeo el lívido gatito negro tumbado a ras de suelo, inclinado sobre su lomo derecho aunque no a la sombra, aplastado por una inmisericorde rueda quizás Continental. No quiero acercarme a su amasijo sin vida para evitar divisar sus cuencas fuera de la órbita de sus ojitos. Fue culpa nuestra, le digo a Raquel, debimos haberlo subido a casa. Pero empezaba la final del Mundial de fútbol, la misma que no íbamos a ver absortos en nuestra propia y saturada inexistencia, así que lo abandonamos a su destino, que era ser plano.
Langostinos de supermercado a ocho euros el kilo. Un kilo, ocho euros. Ecce cena. Los muertos no huelen, aplastados como el gatito plano, asomados a la plana pantalla del plasma. Sí lo hacen los secretarios generales en potencia, plenos de optimismo, poniendo buena cara a la herida que cada uno ve dibujada en su vientre. Fue la elección de un Pedro anunciado. Un tal Pedro Díaz, si no oigo mal. Pero pienso en la corta existencia de una fierecilla de ópalo sin alma, un animal estropeado, incapaz de recorrer veinte kilómetros con una pierna rota, como Contador, o de ganar un premio injusto con sabor a vómito, como Messi. Pienso, sí, pienso en cómo ocultaré esa liviana alfombra sanguinolenta a mis hijos cuando los conduzca al coche; cómo los protegeré del mal. Porque el mal no era Madina, o Pablo Iglesias o visca el Bárçenas: el mal era nuestra jodida indiferencia.
Mil. (Silencio dramático). Mil veces oí hablar de Gaza y no supe de qué trataba aquello. Algo de moros y judíos, un problema fronterizo (»una explicación política»). Es el absurdo que desdibuja la religión mal entendida, la que escinde en vez de unir, la que extiende en el tiempo la maldición de Caín y Mohammed-Ben-Abel. Y veo los cadáveres. Esos niños exangües abrazados a cadáveres que otrora les riñeran por no acabarse la cena, los mismos que los arroparon en la noche antes de dormir para siempre. Son gatitos negros de cuencas vacías, con órbitas de planetas apagados, charcos de hematíes con forma y rostro de hijos. De los míos, o los suyos. Veo a Pedro y Susana reunidos tan prontísimo que parece hayan dormido juntos; oigo a los futbolistas alemanes cantando campeones, campeones (sic, en el original). Y no entiendo nada. Sólo me queda el atávico instinto de supervivencia, el mismo ánimo homicidamente protector que Cormac McCarthy nos escupió en La carretera. El del padre que daría su vida por salvar a su hijo. Aquí y en Gaza. El mismo instinto que me hace apagar el televisor y seguir viviendo, avergonzado.