HOJA ROJA

Rey puesto

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Casi una semana después del anuncio de la abdicación del Rey parece que todavía no ha llegado el momento de analizar desde la serenidad y la sensatez lo que puede suponer -o no suponer- el cambio de monarca, ese paso trascendental -o no trascendental- de Juan Carlos a Felipe, que todos sabíamos que un día u otro había que dar, ya fuese amparado por la ley de vida o amparado por la ley constitucional, como finalmente ha sido. Ya sabe usted cómo somos de cainitas en esta tierra garbancera que tan bien retrató Galdós. Cómo somos de cainitas y de noveleros, si nos atenemos a la acepción que el diccionario de la Real Academia da del término, «amigo de novedades, ficciones y cuentos». A noveleros sí que no nos gana nadie. Tras el anuncio del presidente del Gobierno, que supo disimular estupendamente que sabía la noticia desde marzo pasado, se puso en marcha la maquinaria carpetovetónica y al grito de «vámonos que nos vamos» comenzó el desfile de sandeces y tonterías que a cien por hora han marcado la actualidad española desde el pasado lunes. Lo de siempre, todo el mundo lo sabía, todo el mundo ya había publicado algo al respecto, todo el mundo había detectado un cambio de actitud en Letizia Ortiz, y todo el mundo había esperado ese justo momento para pedir una reforma constitucional y un referéndum que avalara y ratificara la forma de estado que queremos los españoles.

Lo de siempre, ya le digo. Porque a buenas horas, mangas verdes. Viendo como veíamos al Rey pasar una y otra vez por el quirófano, tropezar una y otra vez en las mismas piedras, y perder fluidez verbal en los discursos, lo lógico y normal es que la abdicación se produjera más temprano que tarde. Pero no andamos de lógica muy bien y es lo que nos pasa siempre, que nos acordamos de Santa Bárbara cuando ya tenemos la tormenta encima. Tal vez esperábamos que la sucesión se produjese de forma natural, quizá, pero bastaba con mirar un poco más allá de los Pirineos -en vez de estar contemplándonos el ombligo-, y ver que las monarquías europeas van cediendo poco a poco el sitio a las nuevas generaciones, menos en Gran Bretaña donde ya ni se sabe quién heredará el trono cuando Isabel II diga eso de «esto es todo, amigos». Es cierto que en Holanda lo tuvieron muy fácil, porque la muerte se encargó de vestir de luto a la reina Beatriz y de asegurar una transición cómoda y hasta aplaudida por los holandeses, y también es cierto que en el caso belga, no había otra manera más digna de salir del atolladero en el que se había metido el rey Pablo -con hija ilegítima incluida-, pero en cualquier caso la abdicación empieza a ser un a salida fácil para el Gotha europeo. Hasta el Vaticano se apuntó a la moda de las abdicaciones, aunque en este caso la línea sucesoria viniera impuesta por el Espíritu Santo.

El mundo en el que nos hemos criado se nos ha hecho mayor, viejo, caduco. No hay más remedio que resetearlo, que abdique también. Porque cada vez que he escuchado esta semana lo de los «cuarenta años» me daban ganas de salir corriendo. Cuarenta años de monarquía continuada, algo totalmente insólito en la España contemporánea -y si me apuran, casi en las anteriores- en la que los reyes solían durar menos que una saliva en una plancha y terminaban sus días más allá de nuestras fronteras. En fin. Es nuestra historia, lo que somos, anticlericales y antimonárquicos hasta la médula, lo que no quiere decir necesariamente que seamos ateos o republicanos, mire usted por dónde.

Otra cosa es que, efectivamente, nuestra Constitución -que también va ya camino de los cuarenta- necesita un plan renove urgente para adaptarse eficientemente -como las casas- a las demandas actuales de la sociedad. Un plan renove que hasta ahora nadie se ha atrevido a abordar y que posiblemente sea más necesario en estos momentos que nunca. Hemos cambiado mucho los españoles desde aquel noviembre del 77 en el que unos Reyes jóvenes abrían las ventanas y ventilaban las alfombras del país. Unos Reyes con los que todos -ustedes y yo- hemos crecido, unos Reyes cuyos hijos parecía que se parecían a nosotros, eran los primeros de su familia en ir a la universidad -como muchos de nosotros-, se casaron y se equivocaron de persona -como muchos de nosotros-, se parecían a nosotros, sí, aunque no eran como nosotros.

Tal vez por eso es por lo que una parte de la sociedad se ha tirado a la calle pidiendo ya un referéndum para elegir el sistema político del país. Monarquía no, república sí. Como si la forma de estado por sí sola garantizara una sociedad mejor, más justa, más próspera. En fin.

Habrá que concederle el beneficio de la duda a Felipe VI, el príncipe que dicen más preparado de la historia de España para ostentar el cargo que le otorga su herencia genética. Los cien días de prueba, al menos. Confiar en que sus asesores lo asesoren bien -que no vuelva a decir lo de la historia milenaria de España, por favor, que apenas superamos los quinientos años- y esperar que arrecie el temporal. No hay que ser alarmistas, no se trata de un cambio de régimen, sino del fin de un ciclo, el fin de una época que no presagiaba un final feliz. Son los tiempos que nos han tocado vivir. Al final, sólo lo notaremos en el discurso de Navidad y en los títulos académicos. Total, ni uno ni otros sirven ya para mucho.