Rafael Ricardi, en una entrevista concedida en 2008 cinco meses después de salir de prisión. :: ROMÁN RÍOS
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Ricardi, un destino sin justicia

Un fallo cardiaco arrebató la última oportunidad al portuense marcado por un error judicial

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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«El error que han cometido, no está pagado con nada», decía Rafael Ricardi Robles (El Puerto, 1961) al enfrentarse a una concurrida rueda de prensa en Cádiz. Era julio de 2008 y acaba de salir de la cárcel de Topas, en Salamanca, donde había vivido los últimos ocho años cumpliendo una pena de trece por una violación que nunca cometió. Los medios estaban ansiosos por conocer de su boca la historia de la encarnación viva de la injusticia. Le costaba articular una frase completa. Había pagado un duro peaje entre rejas.

Allí terminó El Caballito; así le llamaban los compañeros de la calle, a los que muchas veces le rogaba por un chino para fumar o con los que terminaba a palos por una dosis de mala calidad, según le contó en 2009 a un director de 'TVmovies' que viajó hasta Cádiz para interesarse por su historia. Un proyecto de guion que al final no acabó convenciendo a una importante productora nacional. Quizás algún día esa decisión sea un completo error; o quizás nunca se recuerde más.

En El Puerto nació en el seno de una familia modesta, y aunque el destino le tenía preparado trabajar de sol a sol para tirar de una numerosa prole, sucumbió como otros tantos a la droga que corría sin freno en la década de los ochenta. De chute en chute, sin más ambición que conseguir la dosis siguiente, fue desperdiciando sus opciones de futuro, hasta terminar mendigando por la calle, destruyendo incluso el matrimonio y la vida que logró construir antes de tirarlo todo por la borda. Su familia se había cansado de segundas oportunidades y con 35 años la normalidad se reducía a las visitas por las tardes a su hija Macarena a quien llevaba a pasear para ejercer un papel secundario de padre.

Esa misma niña, ya convertida en mujer, fue quien le recibió en El Puerto cuando se bajó del coche de su abogada en la primera noche en libertad. De Salamanca a Cádiz por la Ruta de la Plata con una parada en Béjar para comer jamón y posar para una fotografía única de portada firmada por Fito Carreto.

Pero trece años antes, en 1995, el horizonte no se despejaba sino que se estrechaba en un negro túnel. La vida decadente le había llevado a mal vivir debajo de un puente.

A las 3.30 de la madrugada del 12 de agosto, Rafael decía que dormitaba en su cueva diaria. En la otra punta de la localidad portuense, una chica regresaba en ciclomotor a su casa. Cuando estaba muy cerca, vio como el camino estaba cortado por unas piedras y tuvo que frenar para no tener un accidente. Justo en ese momento, dos hombres encapuchados se abalanzaron sobre ella. Trató de zafarse, pero fue amenazada con un machete. No le dio tiempo a fijarse en nada más porque ya tiraban de ella hacia una zona oscura de eucaliptos.

Aunque era de noche e iban encapuchados, a esta víctima se le quedó grabado en la memoria la mirada estrábica de uno de ellos, de baja estatura, y que le dirigía palabras suaves pese a la brutalidad de sus actos. Esa mujer fue quien señalaría a Rafael en una rueda de reconocimiento. Su testimonio fue la principal prueba que valoró la Audiencia Provincial para condenarlo, porque en los delitos sexuales que se cometen en la intimidad se considera material de cargo suficiente. Pero esa chica falló. Sin embargo, Rafael Ricardi nunca se lo reprochó en público ni descargó su ira en ella. Había sido también una víctima, como quedaría demostrado en 2012, cuando fueron condenados los verdaderos violadores.

El primer fallo

A la mañana siguiente de producirse esa violación, Rafael fue detenido como sospechoso. Era conocido en la Comisaría portuense donde había acabado en los calabozos en más de una ocasión. Los investigadores, tan pronto recibieron la descripción que aportaba la víctima, fueron a por él. En la documentación del caso consta que la Policía dispuso una rueda de reconocimiento en la que sólo había una persona con un problema de visión. Y la víctima lo señaló. Fuentes del caso explican que con un rasgo identificativo tan claro, esa prueba no puede ser válida con un único sujeto que reúne las condiciones. Su resultado estaba viciado. Para armarlo, Ricardi fue sometido a una prueba de voz y la víctima también lo identificó. Los investigadores le dieron importancia a que la chica tenía un oído educado porque estudiaba música.

Con esos indicios fue enviado a prisión provisional. La prueba de ADN que años después conseguiría devolverle la inocencia, no le ayudó entonces. Los resultados no eran concluyentes pero tampoco descartaban al portuense. El análisis se quedaba en el terreno de la ambigüedad: los restos biológicos rescatados del escenario de la violación eran compatibles con el perfil genético de Rafael.

De oficio

En 1997, la Audiencia Provincial lo condenaba a 36 años de prisión por dos delitos de agresión sexual cometidos sobre la misma mujer con un cumplimiento máximo de 30 años. El letrado de oficio que le fue asignado, apenas recordaba nada del caso cuando el nombre de Rafael Ricardi comenzó a ser habitual en los titulares de prensa y este periódico se puso en contacto con él. Había sido un asunto de rutina, sin aparente complejidad procesal: un acusado analfabeto incapaz de defenderse, una mujer que lo señalaba y fin de la historia.

Pero las violaciones continuaron

El encarcelamiento de Ricardi no sirvió para que las agresiones sexuales a manos de dos individuos, uno bajo de estatura y otro más alto, continuaran denunciándose. Éste fue otro indicio que no se tuvo en cuenta durante la investigación de aquellos años. Los ataques respondían siempre a un mismo patrón, las mujeres aportaban descripciones similares de sus violadores. Sin embargo, la Justicia había encarcelado a uno de esos violadores. Algo no encajaba. La hipótesis que se abrió es que el compinche de Ricardi, aquel que no había podido ser identificado durante la detención del portuense, se había buscado otro cómplice.

Con esa idea, Rafael Ricardi comenzó a recibir visitas de la Policía en prisión en 1999. Y acabó firmando una confesión que ratificaría ante el juez instructor de El Puerto; si bien fue un reconocimiento con muchos matices, negó haber tocado a la víctima y que sólo estaba presente. Años después, cuando la Policía Nacional reconoció que se había equivocado, a través de su entonces comisario provincial, José María Deira, argumentó que el portuense pudo haber confesado para garantizarse un techo y comida aunque fuera entre rejas. Ricardi sostuvo ya en libertad que le habían prometido rebajarle la condena si confesaba. Su vida en prisión no estaba siendo nada fácil. Los reos por violación junto a los pederastas ocupan el último peldaño en la jerarquía penitenciaria y son el blanco de abusos y agresiones por los compañeros de presidio.

En una carta que envió a LA VOZ en abril de 2008, a pocos meses de su puesta en libertad, el portuense describía unos años de terror entre rejas, donde eran habituales las palizas y las amenazas. Sin embargo, su expediente penitenciario detallaba un comportamiento bueno. Fuentes de la prisión de Topas describían a un recluso que no era conflictivo, que trabajaba en la carpintería y que gracias a su conducta había conseguido adelantar su salida de prisión a 2010, quince años antes del máximo previsto. No recibía visitas de la familia, tampoco había solicitado permisos de fin de semana. Ni una palabra de los abusos que denunciaba Rafael que veía cómo en 2008 por primera vez, los medios querían y estaban dispuestos a difundir su historia, desde sus propias palabras.

2008 fue su otro punto de inflexión vital. Días antes de que escribiera esa misiva al periódico, en la Comisaría Provincial se ofrecía una rueda de prensa para confirmar la detención de Juan Baños y Fernando Plaza por diez violaciones cometidas en El Puerto y Puerto Real. El primero estaba ya en prisión cumpliendo una condena por un delito sexual. Una inspectora de Policía había trabajado durante años en el caso, se había infiltrado para tratar de cazar a los depredadores y logró encajar la mayoría de las piezas. También le imputaba a los dos viejos amigos la violación por la que purgaba injustamente Rafael, pero este caso era el más complicado. Había que conseguir que el Supremo volviera a revisar una sentencia firme. Sólo una prueba irrefutable podía provocarlo.

La fiscal jefe Ángeles Ayuso asumió la investigación desde el Ministerio Público. Comenzaron los interrogatorios en sede judicial, se repetían las ruedas de reconocimiento. La víctima que antaño había identificado a Rafael era incapaz de hacer lo mismo con los dos violadores. El caso parecía que entraba en un callejón sin salida. Tan sólo se tenía la certeza que el perfil genético que se había extraído del escenario del crimen pertenecía a uno de los detenidos y no a Rafael. Se resolvía por fin la ambigüedad en ese punto. Pero la chica había sido violada por dos hombres. Una petición casi desesperada de la Fiscalía Provincial al Instituto Nacional de Toxicología para que volvieran a analizar una gasa recuperada en 1995, dio por fin la clave. En esa muestra que años atrás no había podido ser estudiada porque era excesivamente pequeña, le dio la llave de la libertad a Rafael: de ella se extrajo un segundo perfil que correspondía al segundo violador. El portuense debía ser excarcelado con urgencia.

Desde 2008 hasta su muerte esta semana, Rafael fue noticia intermitente por su regreso a la normalidad, por anunciar una paternidad que nunca llegó, por sus escarceos con el prime time, por conseguir que el Estado le reconociera la mayor indemnización jamás concedida por un error judicial (un millón de euros).

Su familia se dividió a partir de la petición de su hija de incapacitarlo ante el temor, dijo, de que su fortuna fuera dilapidada por sus hermanos y a que su padre, que sufría una enfermedad seria, quedara desatendido. La Justicia no le dio la razón, tampoco la hubo con Rafael, que ha muerto seis años después de volver a pisar la calle. Ni la mitad del tiempo que injustamente le arrebataron.