El misionero que dio su vida por la ciudad
DAMASCO. Actualizado: GuardarSólo un sacerdote aguantó en la Ciudad Vieja durante el cerco militar, el holandés Frans Van der Lught, al que la mañana del 7 abril un encapuchado asesinó de dos tiros en la cabeza cuando estaba leyendo en el patio de la casa de los Jesuitas en Bustan Al-Diwan. Nazem Qanawati no tardó ni un minuto en llegar tras escuchar los disparos. Ya era tarde. Encontró al religioso en un charco de sangre. «¿Cómo pudieron hacerle esto? Era una persona querida y respetada por todos, sólo un ignorante de verdad es capaz de esta barbaridad», recuerda junto a la tumba en la que él mismo enterró a este cura holandés de 75 años, asesinado un mes antes del acuerdo entre régimen y oposición armada por el que los rebeldes abandonaron esta zona y cesaron las hostilidades.
Esas dos balas pusieron punto y final a una labor misionera en Siria que arrancó en 1966 y que el padre Frans se negó a abandonar cuando estalló la guerra y se apoderó del corazón de una Ciudad Vieja en la que vivía desde los años ochenta. La silla de plástico en la que se sentaba a leer permanece en el lugar de siempre con unas flores de recuerdo. Qanawati ha colocado varias fotos del jesuita para mantener vivo su recuerdo porque «su vida fue un ejemplo de convivencia entre cristianos y musulmanes que debemos tener muy presente para el futuro de Siria, aunque no será nada fácil».
La casona ignaciana, levantada en 1881, permanece casi intacta en mitad de una Ciudad Vieja que es un museo al aire libre del horror de la guerra. «Aquí nos juntábamos cuando peor se ponían las cosas, católicos y ortodoxos, unos setenta cristianos en total, el padre Frans celebraba misa para todos», comenta Qanawati, que asegura que «los últimos meses fueron especialmente duros, el bloqueo impedía la entrada de alimentos y los opositores armados venían cada día a robar lo que podían, eran chiquillos de apenas dieciocho años, muchos de ellos sin estudios, sin nada».