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Erdogan, el ocaso del emperador

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La paciencia tiene un límite y los comicios municipales que hoy se celebran en Turquía quizás lo evidencien. El primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, encara su mayor crisis política en once años de gobierno y la confianza internacional en Ankara mengua a pasos agigantados. El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), la agrupación neoislamista que preside, está sufriendo un rápido proceso de desgaste y la credibilidad que cosechó gracias a la inclinación reformista de sus inicios se ha desvanecido. Bajo la sombra de un Estado policial y con la opinión pública en contra, la deriva autoritaria de Erdogan parece consumarse. El país euroasiático se ahoga como consecuencia de la nula separación de poderes, unos servicios de espionaje que acceden con total impunidad a datos bancarios y una vorágine de corrupción sin mesura, especialmente en el sector de la construcción, donde prácticamente se ha institucionalizado el cobro de comisiones para cerrar contratos de obras públicas.

La gota que colmó el vaso fue la muerte de Berkin Elvan, la víctima más joven de las protestas del parque Gezi, acontecidas en junio de 2013. Fallecido el pasado 11 marzo con tan solo 15 años tras permanecer nueve meses en coma, se ha convertido en el símbolo del descontento popular. Su multitudinario entierro llevó a miles de personas a ocupar las grandes avenidas de las capitales turcas. Tuncay, un manifestante próximo a la treintena, describía en su blog personal la situación: «Erdogan actúa como un sultán cuando empuña este estilo paternalista que flirtea con el fascismo. Tiene un ego enorme, el síndrome de Napoleón. Debió renunciar tiempo atrás, cuando aún le quedaba algo de dignidad». El escaso crédito que le quedaba a Erdogan ha terminado por esfumarse tras la filtración en Internet de una serie de conversaciones y llamadas telefónicas que ponen en jaque la praxis ética de su Ejecutivo.

En dicha tesitura, puede que la puerta de la Unión Europea todavía tarde en abrirse para Turquía, pues, entre otras medidas, queda pendiente una reforma constitucional que se antoja imprescindible para vencer el trámite. No obstante, Erdogan procura estar presente en los grandes foros de debate del Viejo Continente. Con el auspicio de la canciller alemana, Angela Merkel, se apresuró en defender la soberanía de Ucrania y su integridad territorial, considerando «ilegítimo» el referéndum para la adhesión a la federación rusa impulsado por las autoridades de Crimea.

La fragilidad del Gobierno ha provocado que su otra gran aspiración, alzarse con la presidencia de Turquía en las elecciones de agosto, penda de un hilo. Erdogan sugirió el 5 de marzo que daría un paso atrás en la carrera presidencial. ¿Qué ofrece este cargo, puramente protocolario y simbólico? Las normas internas del AKP imposibilitan que vuelva a presentarse como candidato a primer ministro en las generales de 2015. Los especialistas aprecian un probable canje de poder con Abdullah Gül, actual presidente de la república, en una maniobra que presentaría no pocas similitudes con el movimiento político que protagonizaron Putin y Medvédev en 2012.

La teoría de la conspiración

Erdogan estima que sus adversarios son «enemigos de la patria» y señala sin tapujos a la Fiscalía y la Policía. No en vano, se convirtieron en los otros damnificados de la operación anticorrupción de diciembre: el Ejecutivo relevó de sus puestos a 7.000 policías y 300 fiscales. Los reproches de la oposición son, a su juicio, «propaganda negra de los que no salieron victoriosos en las urnas». Las rotativas y las cadenas de televisión tampoco se libran del acoso y el escarnio. Al diario Zaman, por ejemplo, le imputa que «se ha vendido a intereses extranjeros» y solo pretende «doblar el número de tuits con sus calumnias».

Un dato sorprendente: Turquía encabeza, por delante de China, Arabia Saudí, Rusia e Irán, el ránking de países con mayor número de periodistas entre rejas. «La censura es el pan de cada día. Se interviene en las coberturas en directo, incluso en los rótulos», rezaba el manifiesto de un colectivo de profesionales de los medios de comunicación divulgado a mediados de febrero. Atestiguan que Erdogan habla directamente con los editores de los informativos para presionar y que, de este modo, se favorezca su imagen. Reporteros Sin Fronteras sitúa a Turquía en el puesto 154 (de un total de 180) de su clasificación mundial sobre libertad de prensa.

En la misma línea, ha declarado la guerra a internet y las redes sociales amparándose en una legislación que le permite cerrar y bloquear portales sin autorización judicial. Si Twitter es «una de las peores amenazas de la sociedad», Facebook y YouTube se comportan como «grandes corporaciones que violan la privacidad de las familias». Una amenaza que ya ha hecho efectiva: el 21 de marzo, el Gobierno de Ankara bloqueó el acceso a Twitter para poner coto a las protestas de ciberactivistas e internautas, aunque un juzgado administrativo decretó la suspensión de este cierre por «vulnerar los fundamentos del Estado de Derecho». El jueves hizo lo propio con YouTube, alegando que se había filtrado en el canal de vídeos «la grabación de una reunión de seguridad nacional». Un informe de transparencia publicado por Google en 2013 revela que las autoridades turcas fueron las que les requirieron la retirada de más contenido de la web en todo el mundo, con cerca de 12.162 elementos.

Empero, su principal oponente «proviene del otro lado del océano». Erdogan alude al «maestro de Pensilvania», es decir, al clérigo suní Fetullah Güllen y a su movimiento Hizmet. El primer ministro insinúa con ironía y sutileza que el predicador islamista, antiguo aliado, orquesta desde su exilio norteamericano la creación de «un Estado paralelo» que conspira con un propósito golpista.