La ciudad que canta
Actualizado: GuardarLos antropólogos lo tienen claro, tan claro como el refranero, que recoge montones de variantes del «quien canta, sus males espanta». Porque si algo tiene esto del cantar es un marcado carácter terapéutico capaz de amansar a las más feroces de las fieras. Siempre fue así. Remedio casero para calmar a los niños, argucia de sirenas para atraer a valientes marinos y lamento de esclavos en galeras, la canción ha sido eternamente un sistema de armonización entre la realidad y el deseo, algo inherente a la expresión humana desde el inicio de los tiempos. Algo, por tanto, que no se aprende sino que viene de fábrica como un mecanismo de defensa que ayuda a liberar tensiones, desechando miedos y generando endorfinas y que, en última instancia, produce tal bienestar que eleva el límite de los umbrales del dolor. Ya lo decía el refrán. Un pueblo que canta comprende en un momento el significado de su propia trascendencia. Cantamos -usted también, no se haga ahora el exquisito- lo mismo que cantaron nuestros abuelos, y los abuelos de nuestros abuelos. Tal vez ahuyentando nuestros males, quizá escapando de la realidad, seguramente negando nuestra propia existencia, pero cantamos. Somos, como dice el realizador servio Marko Simic, la ciudad que canta.
Una ciudad que, al margen de absurdos programas oficiales y macrobotellones, sigue buscando la manera de renovar energías cada año, libando el néctar que en cada cosecha produce la savia antigua en las cepas nuevas. Porque al final, y usted también lo sabe, es esa esencia -con la que llenamos febrero tras febrero nuestras copas- la que nos hace seguir adelante. Las coplas, las que se van quedando en nuestra memoria y las que trasmitiremos como un secreto tesoro generación tras generación. Decía Kike Remolino al final de su popurrí que la auténtica copla de carnaval coge sabor cuando los gaditanos se la llevan a la playa. Cuando acunan a sus hijos, cuando la cantan muy lejos de aquí, cuando celebran la vida, cuando recuerdan la muerte. Que levante la mano el que no ha cantado al amparo de la noche en cualquier esquina algún tango o el popurrí completo de 'Los Cruzados'. La historia empieza un día. pero sabemos que nunca acaba. No hace falta ser Juanelo para entenderlo
Si hago memoria soy capaz de recordarme cantando el estribillo de 'Capricho Andaluz', aunque la memoria histórica me recuerde que es del todo imposible. Y me recuerdo aprendiendo el popurrí de 'Nuestra Andalucía', y también sabía qué le picaba a Diana «que es joven» y el estribillo de 'Robots' o la presentación de 'Agua clara'. Y lo cara que costó la visita del Papa, según los 'Cegatos' y el «dono mi cuerpo» de las 'Momias' y las niñas que tengan booin de los de a pejeta, y la ley de Corcuera según el Selu y la gachí de la botica, y los bracitos del puente en un caldero, y el «aunque diga Blas Infante» de los Yesterdays, y el ratatatá de una familia Peperoni que nos dejó dicho que el amarillo es gloria bendita y recuerdo coplas antiguas que nunca he escuchado pero que me resultan tremendamente familiares porque están inscritas y escritas en el código genético de cada uno de nosotros. Usted también las recuerda y se recuerda con estas o con otras entre las manos.
Y aunque se empeñe en esconderse cada sábado de carnaval porque la calle ya no es para los de aquí, y aunque reniegue de una fiesta que nos resulta cada año más desconocida, y aunque no aguante una final televisada desde hace ¿cuántos años?, usted sabe tan bien como yo, que sus hijos y los hijos de sus hijos seguirán cantando a un Vaporcito que ni siquiera han llegado a conocer y seguirán repitiendo como una letanía sagrada que mi suegra como ya dije, se fue para el otro mundo cogiendo duros antiguos en la playa. Y entonces, comprenderá de golpe y porrazo que el veneno de las coplas no tiene antídoto. Y sonreirá al ver a sus hijos empeñados en aprenderse la presentación de los hombres de negro «el día que yo me 'jarte' y yo monte una comparsa», y repitiendo el «Rajoy. a que voy, a que voy, a que voy» igual que hacía usted a su edad. Y sabrá lo que es el pellizco cuando su niño pequeño le diga cuál es el mejor tango de este año, igual que le dijo usted a su padre. Y se reirá cuando su niña le pida el compact del Canijo con la misma veneración que le pidió el de Justin Bieber. Y sabrá que esto no tiene remedio. Que el 'chintataratachín' es congénito y no lo podemos evitar.
Y entenderá que a pesar del paro, a pesar de la crisis, a pesar del interés -o desinterés- turístico internacional de no se sabe bien qué, a pesar de que la mayor parte de los carteles para el próximo Carnaval tiene como fondo a la Catedral, a pesar de los que intentan hacer del concurso de coplas unos juegos florales políticamente correctos, creyendo que una imagen -no soporto los forillos tecnológicos- vale más que mil palabras, y a pesar de los pesares, somos una ciudad que canta. No como la cigarra, no, sino como la hormiga que sabe lo frágil que resulta su hormiguero, como el reo que espera su sentencia. Cantamos, que no es poco. Y eso sí que nadie nos lo va a quitar.