Retablos de mármol
Actualizado: GuardarA la vida, como a la muerte, hay que mirarla a la cara, a los ojos, con la gallardía de los enamorados, altiva quizás pero jamás osca, para poder con ello interpretar con rigor todas las pautas de ese predio feraz sin lindes que resulta ser ella misma; esa eclosión germinadora desmesurada. Esa explosión seminal que engendra el milagro de la vida extinguible, de la vida finita. La que emula a la flor y al orvallo, ambos dones finitos. La que instaura la legislación de las pequeñas precisiones e imprecisiones. La ley de los detalles, de los matices, de las modulaciones, de las gamas cromáticas y las polifonías.
Y así, estando metidos en los menesteres de la interpretación de los trasiegos de la razón para instaurarse en pauta indefectible, su vocación postrera, conviene plantarse humildemente a valorar la portentosa aptitud y actitud de los hermanos Andrea y Juan Antonio Andreoli, entre 1683 y 1691, marmolistas genoveses, para diseñar, esculpir, despiezar y ahormar, el cúmulo de piezas de mármoles blancos, verdes, rojos y negros, tal pirueta volumétrica y plástica, para convertirlo finalmente en el retablo mayor marmóreo de la Iglesia del Convento de Santo Domingo, donde se asienta y aposenta la imagen de nuestra dulce y dulcificada Patrona de nuestro atrabiliario Cádiz.
De estas obras singulares, portentosas, de la prodigiosa artesanía de los siglos XVII y XVIII del barroco hispalense y gaditano, ha de tomarse ejemplar nota de la importancia que en todas ellas tienen la compleja y prolija realización. El rigor y la precisión en la mesura y el detalle. El milímetro. El equilibrio. La armonía. El ritmo. El sentido. Los despieces llegan de Génova y en Cádiz se ensamblan con malabarismo, sin que pierdan ni un ápice de la solemnidad votiva que los inspira y disecciona.
No puede, ni debe, contemplarse Europa, por ende España, sin cirujana precisión del despiece y el ensamblaje. Sin visión holística, sin gestos integrales, sin habilidades de la marquetería capaz de convertir un paisaje de enconos y gestos oscos monocromáticos, broncos, en una policromía refulgente concordante sin lindes. Aquel que no sirva para incluirse, sumarse, ensamblarse, realizarse en el otro y lo otro, debe tomarse en serio lo de aprender a amar geomorfológicamente.