El arte del toreo
Actualizado: GuardarEl día en que Toshio Ito se presentó en nuestro despacho de Hong Kong, antes de hablar de los azarosos intereses de Marubeni Corporation en China, me espetó: «¿domina usted el arte del toreo?». Alertado sobre mi condición confesa de andaluz, se encontraba en la obligación de preguntarme semejante vaguedad folclórica, sobre todo porque conmigo podía hablar con desenfado, mirándome a los ojos, mas no así con mi amigo y compañero Lu Hong Tao, al que le sudaba el lampiño bigote al contener la ira, siempre que se encontraba ante un japonés. El descomunal pueblo chino, aún sus segmentos más juveniles, mantiene un turbulento rescoldo de odio en las venas hacia Japón y su cultura. Son enconos indigestos, iras primarias, pasiones coléricas que proceden del inmenso sufrimiento padecido durante la invasión japonesa en China. La masacre de Nanjing cuesta trabajo asimilarla aún hoy, por mucha indulgencia y capacidad de olvido y perdón con que se encare.
El ingerir en crudo los grandes sapos verdes de la historia resulta altamente indigesto, pero aún así hay que hacer lo imposible por masticarlos a conciencia y acompañar su ingesta con algún carminativo sosegador. Para arrostrar los sugestivos zarandeos de la vida social y asociativa hay que abandonar, en todas las cunetas de todos los caminos, cualquier atisbo de rencor, de encono y rabia, dejándole descoyuntada la espina dorsal a la zaina memoria de la historia con un ajustado trincherazo a lo Antoñete. Ya seguro Ito que yo no era torero, siguió sin embargo consultándome sus dudas de samurái. Le decía que el arte del toreo se basa en tres inflexiones en el decurso del drama: la de parar, la de templar y la de mandar.
No puede visualizarse el porvenir gozoso de los pueblos desde los saldos insolutos de las guerras, desde los clamores vindicativos de trinchera y los alaridos que emanan de las checas, sin diagnosticar los hechos, sin sosiego interpretativo y sin reciedumbre de carácter. No existe ningún ungüento más sanador que la indulgencia del amor, ni alegato más conciliador y edificante que el olvido. Hay que elevar el espíritu y sus miras para lidiar mirando al tendido, por atrabancada que sea la envestida y aciaga la faena.