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El Padrino IV

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Don Corleone llevaba varios años escondido del mundo. Había conseguido sobrevivir a varios intentos de asesinato, la traición de su hijo Fredo, el recuerdo ingrato de la muerte de Santino y a su propia obesidad. Había cambiado el extremo clima neoyorkino por el más benigno de California. A menudo asistían a su casa notables políticos acompañados de artistas de varietés, músicos de éxito y algún que otro literato, buscando inspiración y mecenazgo. Vito Corleone no era hombre de muchas palabras, al menos, lo era menos de palabras que de actos. Disfrutaba sentándose al sombrajo de un naranjo, aspirando el cítrico aroma de la fruta recién exprimida, esa fina lluvia amarillenta que se dispersa por las líneas de los rayos del sol. A sus pies, dos gatos siameses dormitaban la siesta eterna de la Diosa Bastet.

«Don Vito -le interrumpió Andrea, su fiel sirvienta-, ha venido a verle el gobernador. El Padrino se incorporó perezosamente en su asiento e hizo una señal a la mujer para que hiciera pasar al hombre. Para él todo se reducía a eso: mujeres y hombres. El hombre gobernador tenía voz de mujer, o quizás fuese el nerviosismo que afilaba su voz al entrepasar por su garganta. Pedía ayuda. Suplicaba ayuda. Imprecaba ayuda. «Don Vito, las fábricas cierran, las empresas echan a nuestros ciudadanos a la calle y éstos vienen a insultarme, a protestar ante mí, que no tengo nada que ver con el sector privado. Me veo obligado a hacerles promesas que sé jamás podré cumplir únicamente para conservar el voto que me permita vivir la buena vida que vivo, quiero decir, para luchar por esta tierra de viñedos y sol, para que puedan crearse empresas privadas que contraten a ciudadanos públicos que coticen y consuman y me voten, al menos una última vez más. Y ahora, los que se manifiestan por la falta de trabajo destrozan los bienes del condado, agreden a los agentes, paralizan el tráfico, me piden cuentas. No sé qué hacer, Padrino, por eso vengo a pedir tu consejo y ayuda».

Don Vito Corleone lo miró como perdonándole la vida, rascándose con sus finas uñas los incipientes retazos de una canosa barba que disimulaba su papada, y con su voz cavernosa contestó al Gobernador. No hace falta que les diga el qué.

@montieldearnaiz