Dos jóvenes se protegen de la lluvia junto a una fosa común durante un entierro por las víctimas del tifón en Tacloban. :: F. R. MALASIG / EFE
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La vida regresa poco a poco a Tacloban

Una semana después del tifón, medio millar de cadáveres se amontonan en Tacloban mientras en las calles se sacrifican cerdos para comer

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En un arcén del 'barangay' (aldea) de Fátima, a las afueras de Tacloban, aún quedan por recoger nueve bolsas de cadáveres frente al almacén de tabaco de Philip Morris. Pero en realidad hay diez cuerpos porque en una de ellas yace una mujer que murió abrazada a su bebé durante el tifón que azotó al este de Filipinas el viernes. Una semana después, el concejal Jerry Uy asegura que ya se han retirado 600 cadáveres, pero calcula que más de medio millar siguen salpicando las calles de esta derruida ciudad, donde se han identificado 2.000 fallecidos. A estos habría que sumar los que aún no han aparecido al quedar sepultados bajo el magma de barro, árboles, barcos y coches que trajo el tsunami de seis metros desatado por el tifón.

Envueltos en sacos negros con el anagrama del Departamento del Salud y alineados entre los escombros, donde se amontonan basuras, cuerpos de animales muertos y troncos de palmeras y cocoteros, los supervivientes temen que dichos cadáveres supongan un foco de infecciones y, sobre todo, les recuerdan lo cerca que ellos mismos estuvieron de perder la vida. «Hemos llamado ya varias veces, pero todavía no han venido a llevárselos y siempre nos dicen lo mismo: que están muy ocupados», se queja uno de los empleados de la multinacional Philip Morris, que cada día tiene que pasar delante de tan siniestra imagen antes de ir a trabajar.

No es el único trauma al que se enfrentan los sufridos habitantes de Tacloban, que siguen sin electricidad pero al menos ya disponen de agua y empiezan a recibir la ayuda humanitaria llegada en los aviones. Tras ser reparadas, ante las fuentes se forman interminables colas de vecinos ansiosos por llenar sus garrafas y darse un buen baño.

Paradojas de una catástrofe natural en un país en vías de desarrollo, los damnificados por el tifón 'Haiyan', o 'Yolanda' en filipino, se estaban muriendo de sed pese a estar rodeados por el Océano Pacífico y a las tormentas que ayer descargaron sobre Tacloban. Luchando contra tal incongruencia, una planta potabilizadora de la Agencia Española de Cooperación Internacional trabaja a pleno rendimiento en la zona residencial de Beriso, que se libró de la crecida de la marea al estar alejada de la costa pero sufrió el violento impacto del tifón, que voló sus tejados como si estuviera abriendo latas de sardinas.

Una virulencia que nadie se esperaba pese a estar más que acostumbrados a los tifones, como demuestra la inundación de la primera planta del Centro de Convenciones Astro Dome, que era precisamente uno de los refugios para los evacuados y acabó convirtiéndose en una trampa mortal para muchos de ellos.

«Es la primera vez que veía algo así en mis 48 años de vida», reconoce Diana Sypago, que no se ha marchado porque tiene que vigilar su casa, que perdió el techo y se inundó. Junto al suyo, hay otros 45.000 hogares afectados y 411.000 damnificados sólo en esta ciudad, según las cifras oficiales. «Lo más importante es restablecer la electricidad y el agua para normalizar la situación, pero aún tardaremos dos o tres semanas», admite el vicealcalde de Tacloban, Jerry 'Sambo' Yakaokasin.

Fusiles de asalto

Mientras tanto, la ciudad permanece a oscuras al caer la noche, cuando el Ejército impone el toque de queda desde las ocho de la tarde hasta las cinco de la madrugada. El Gobierno persigue así impedir nuevos estallidos de pillaje como el que arrasó el fin de semana el centro comercial Robinson's, que ha metido el miedo en el cuerpo en las tiendas de Tacloban, que siguen cerradas. «La gente tiene dinero para comprar comida, pero los tenderos no quieren abrir

ante el temor de nuevos expolios», razona Yakaokasin.

Vigilando con fusiles de asalto los convoyes de ayuda humanitaria para que no sean desvalijados, los soldados se hallan en alerta ante posibles incursiones de los guerrilleros del Nuevo Ejército del Pueblo y de 160 presos que escaparon de un penal durante el tifón 'Haiyan'. Al parecer, los guardias los sacaron de sus celdas porque se estaban anegando y los trasladaron a un patio, del que huyeron nadando al llegar el agua a varios metros de altura y derribar sus muros. Cosas de Filipinas, se trata posiblemente de la primera fuga carcelaria a nado. Pero esta versión oficial suena tan inverosímil que hasta los propios vecinos sospechan que las autoridades a los presos al no tener comida para alimentarlos.

Sea como fuere, lo cierto es que la vida va volviendo a la 'zona cero' de la catástrofe. En las calles vuelven a formarse atascos, pero esta vez por la recogida de cadáveres y la tala de árboles caídos. Y, aprovechando que los restaurantes continúan cerrados, entre las ruinas de Tacloban se sacrifican cerdos que se venden luego en improvisados puestos ambulantes bajo el letrero de 'Lechones', en castellano. Una clara muestra de que la existencia sigue tras el tifón porque, tras enterrar a los muertos, los vivos se dedican al bollo o, quizás por aquello de la influencia colonial española, al lechón.