Los supervivientes del tifón esperan tomar uno de los aviones que parten del aeropuerto Tacloban. :: DENNIS M. SABANGAN / EFE
MUNDO

Hambre y miedo en Tacloban

A la falta de agua, comida y electricidad en las áreas castigadas por el tifón se suman las incursiones de los rebeldes y de los presos de un penal

TACLOBAN. Actualizado: Guardar
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«Damas y caballeros, bienvenidos al aeropuerto Daniel Romuáldez de Tacloban». Hay hábitos que pueden con la realidad y matan la épica de un viaje a la devastación. Mientras el comandante del vuelo de Air Filipinas nos da su efusiva bienvenida a la 'zona cero' del tifón 'Haiyan', la maltrecha torre de control muestra las cicatrices de la catástrofe, aún abiertas. Sin ventanas, reventadas por rachas de hasta 310 kilómetros por hora, es el único edificio del aeródromo que se mantiene en pie en medio de un paisaje desolador de montes pelados, campos anegados y casas sin techo.

Entre sus ruinas, miles de damnificados por el tifón, bautizado en Filipinas como 'Yolanda', se agolpan ante las vencidas vallas de alambre del recinto para huir de Tacloban, la capital de la provincia de Leyte donde sus autoridades calculan que han muerto 10.000 de sus 220.000 habitantes. «¡Atrás, busayo!», les grita un militar, fusil en mano, mezclando el tagalo con el castellano, que pervive todavía en bastantes palabras del lenguaje desde los tiempos en que Filipinas era colonia española. Pero ni por esas se retiran los damnificados, que suplican agua y comida. Con los rostros desencajados, la mayoría de ellos lleva sin apenas probar bocado desde el viernes, cuando el tifón arrasó todo a su paso por esta isla del centro del archipiélago.

«Nos queremos ir porque estamos hambrientos y no hemos recibido ninguna ayuda, ni siquiera agua», se queja, indignada, Anna Beth Ang, una vecina de Tacloban de 36 años que lleva ya cinco días en el aeropuerto, en cuya pista llegó a dormir una noche. Junto a su madre Elizabeth, de 60 años, y sus hijas Penélope y Ashley Nicole, de 11 y 4 respectivamente, aguardaba ansiosa a embarcar en alguno de los 30 aviones que, entre vuelos de pasajeros y de transporte militar, llegaron durante el día a Tacloban para traer ayuda humanitaria y evacuar a los supervivientes del tifón. Según las estimaciones de los controladores de la torre, más de 2.000 damnificados pudieron salir ayer de la ciudad, que sigue sin electricidad ni agua ni comida y con las comunicaciones cortadas.

«A mi marido, que trabaja en Canadá, sólo he podido enviarle un mensaje a través de la CNN para decirle que me encontraba bien», revela en medio de un ambiente de guerra. Entre el ruido ensordecedor de las hélices de los viejos Hércules C-130 de las Fuerzas Aéreas Filipinas y de los futuristas V-22 Osprey del Ejército estadounidense, que despegan y aterrizan verticalmente como si fueran helicópteros, los damnificados se mueven en fila por la pista acarreando sus escasas pertenencias y sin creerse aún que por fin van a ser evacuados. Los heridos también son trasladados, algunos en camilla y silla de ruedas y hasta con el suero puesto.

Con las escrituras

«No tengo joyas, dinero ni nada de valor, pero me llevo las escrituras de mi casa porque no quiero que nadie me las quite», señala Jess Ortiz, quien a sus 60 años es funcionaria del Ministerio de Salud. Asustada por los violentos estallidos de pillaje, se plantó en el aeropuerto el martes por la mañana acompañada por 14 familiares y dos vecinos. Hastiada no sólo por la falta de comida y electricidad, insiste en que «ya no es seguro quedarse en Tacloban».

En las últimas horas, y azuzados también por el hambre, los guerrilleros del Nuevo Ejército Popular han salido de sus guaridas y están llevando a cabo incursiones en los pueblos para robar comida o lo que encuentren. A ellos se suman los 600 presos que, según distintas versiones, han escapado de un penal cercano o han sido liberados por las autoridades porque no podían alimentarlos. «He oído que incluso están violando a las mujeres», desvela Jess Ortiz, cuya casa será cuidada por un pariente para que no sea asaltada por los expoliadores o los rebeldes.

«Son el enemigo, pero no se atreverán a atacar el aeropuerto porque saben que estamos nosotros para protegerlo. Sólo están hambrientos, no buscan pelea», alardea un soldado de la capacidad del Ejército filipino, cuando lo cierto es que la llegada de ayuda humanitaria y la evacuación de damnificados no empezó a agilizarse hasta que Estados Unidos se puso al mando. Incluso al caer la noche, cuando las tinieblas engullen el aeropuerto, los aviones militares americanos siguen trasladando supervivientes a Cebú. En la torre de control, dos jóvenes oficiales supervisan la operación con gafas de visión de infrarrojos y 'walkie-talkies'. Con la llegada del día serán relevados por controladores filipinos.

En medio de la oscuridad de la noche, sólo rota por los grupos halógenos de los equipos de emergencia que descargan la ayuda humanitaria llegada de todo el mundo, los supervivientes se amontonan a la intemperie dormitando en el suelo y temiendo nuevas lluvias. Entre sombras, iluminados por unas velas, matan el tiempo jugando a las cartas entre los escombros y evitando pensar en el hambre que les corroe el estómago. Custodiadas por soldados armados hasta los dientes, en el puesto de mando, se refugian las mujeres y los familiares de los oficiales, a salvo de la plebe que las observa con envidia desde el otro lado de la valla.