Tribuna | HOJA ROJA

Tras la reja

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Lo recuerdo perfectamente de tantas veces como me lo han contado. El miércoles primero de abril de 1976 llegaban los flamantes reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, en visita oficial a un Cádiz que empezaba a ser consciente de su ruina. Saludaron desde el Ayuntamiento a un pueblo desgañitado que acababa de aprender a gritar. Desde su balcón de la calle Nueva, la niña preguntona y malcriada no podía verlos, pero sí podía escuchar las voces y las canciones de protesta que la prensa del momento traduciría al día siguiente como 'Cádiz, en su rango de capital ha entregado con generosa esplendidez sus laudes, sus aplausos, sus slogans coreados y sus ovaciones embravecidas al Rey y la Reina, que saben con sola su presencia mover y promover los mejores sentimientos populares'. Claro que la prensa del momento no entraba en detalle sobre los 'slogans' ni las 'ovaciones embravecidas', tal vez porque la recién estrenada democracia no daba para tanto en aquellos momentos. La niña de la calle Nueva lloraba porque no podía ver a sus reyes e insistía en que alguien la bajara a la plaza de San Juan de Dios. La madre, paciente hasta entonces, decía que no, y señalaba el enorme televisor de madera que presidía la salita «aquí se ve mejor, deja de llorar». Pero la niña, que presentía ya que el blanco y negro pertenecía a una época pasada, caduca y casposa, insistía «es que yo los quiero ver en color».

Fue entonces, cuando un alma caritativa -o harta- cogió a la niña en brazos y decidió poner fin al drama. «Bajaremos a la plaza. Los verás en color. Podrás saludarlos», le decía mientras bajaban los escalones de dos en dos. En la casapuerta de su casa, había una sábana reliada, con dos palos largos en los extremos y unas letras negras muy mal escritas. Parecían los restos de un naufragio desesperado que alguien había olvidado allí mismo. Al estirar la sábana, apareció un mensaje que hizo tanta gracia a la niña que ya no le importó quedarse sin ver a los reyes y subir las escaleras más rápido aún de lo que las había bajado, mientras canturreaba lo que ponía en la pancarta 'Juan Carlos, Sofía, la olla está vacía'.

Han pasado casi 38 años desde aquel primero de abril, y esta semana, mientras la Reina hacía entrega de la bandera de combate -la bandera 'de las papas con chocos' que tituló algún medio- volvieron a oírse los mismos gritos desesperados en la ciudad, 'Juan Carlos, Sofía, la olla está vacía', después de cuatro décadas. Y lo más triste no es que estemos en el mismo punto, sino que hayamos dado un giro de trescientos sesenta grados para estar en el mismo punto. Los de Delphi -o exdelphi o como se diga-, los baratilleros y el colectivo de parados cargaban contra la monarquía, contra el Gobierno, contra la Junta y contra todo lo que se meneara dentro del muelle «esto si que es una chirigota», gritaban al paso de las autoridades. Que no están los ánimos para festejos «Cádiz se muere y tú de cachondeo» era el grito más desesperado. Nada hay nuevo bajo el sol. Ni la desesperación siquiera, que vino para quedarse hace mucho, muchísimo tiempo y que paraliza tanto como el miedo a un futuro cada vez más lejano e inalcanzable. No hay futuro, dicen los que ya no tienen presente.

Hemos visto esta película muchas veces, y aunque en cada reposición nos sorprende un detalle nuevo, un diálogo chispeante, un plano diferente, nos sabemos de memoria el final.

A principios de 2008 el baratillo -ese quebradero de cabeza- se instalaba de forma provisional, y mientras duraban las obras del mercado, en el paseo Doctor Gómez Ulla, «desde el club de tenis hasta González Tablas». Ya entonces las pocas licencias concedidas aparecían como nubarrones en el horizonte, «sólo se concederán licencias a aquellos que vendan artículos antiguos, pero nunca que provengan de la basura», decía con buen criterio -y conocimiento de causa- José Blas Fernández. Un año más tarde, los baratilleros, a través de su portavoz Andrés Hidalgo, reclamaban la vuelta a los alrededores del Mercado Central «volvemos en diciembre seguro», decía sin saber que en 2012 -el año por excelencia- aún estarían en Gómez Ulla, pensando en unas movilizaciones que nunca llevarían a cabo. El resto, lo conoce usted igual que yo. El fenómeno 'Michinina' irrumpió con fuerza poniendo el dedo en la llaga que cercena las licencias y reclamando una ampliación del baratillo a la que el Ayuntamiento no estaba dispuesto, luego vino lo del zoco -yo también lo habría dicho- y el café para todos que es como en este país solventamos las sobremesas pesadas.

No queríamos un zoco, pero vamos a tener dos, uno el sábado y otro el domingo. Porque pasar de 45 licencias a 160 es cruzar una línea bastante peligrosa. De éxito también se muere y ahora la pelota está en el tejado frágil y agujereado de los baratilleros, que ya empiezan a recelar de la medida adoptada por el Ayuntamiento. «No nos gusta lo del sábado» dice Michinina. Ni a mí tampoco, aunque eso no aporta nada, porque tampoco me gusta lo del domingo. Convertir la ciudad en un gigantesco baratillo es hacer un retrato hiperrealista del momento que nos ha tocado vivir.

Una ciudad con vida artificial. Conectada a un respirador pero sin señales vitales. Una ciudad que al otro lado de la reja ve como la olla sigue estando vacía por más que la rebañemos.