El escritor D. T. Max.
Sociedad

Foster Wallace, el escritor sin mesura

Una biografía ahonda en la tormentosa personalidad de este escritor, uno de los más importantes de EE UU desde el fin de la II Guerra Mundial

MADRID. Actualizado: Guardar
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Fue quizás el escritor más prominente de Estados Unidos después de la II Guerra Mundial, aunque también un hombre angustiado, permanentemente torturado por su mente y adicto a un sinfín de dependencias, desde la marihuana hasta las emisiones de televisión. De no ser por su muerte prematura, a los 46 años, quién sabe a dónde habría llegado este ser extraordinariamente dotado para las letras. Aunque resulte una paradoja, su gran enemigo eran él mismo y su portentosa inteligencia. Para D. T. Max, periodista de 'The New York Observer' y autor de una voluminosa biografía del novelista, uno de sus principales defectos era su «afán de perfección», lo que le llevó a abandonar los medicamentos antidepresivos, circunstancia que le abocó al suicidio. Su mujer le encontró ahorcado en el patio de su casa de Claremont (California). En el garaje, halló un manuscrito de 200 páginas, perfectamente ordenado, aunque inconcluso. Era el testamento en el que revelaba los sinsabores de ser «un puto ser humano».

Como Sylvia Plath, Tolstoi, Hemingway o Virginia Woolf, Foster Wallace padecía trastorno bipolar, una dolencia que nunca le llegaron a diagnosticar por la obstinación del propio enfermo y su deseo de no ser considerado un loco. Sin embargo, según Max, presentaba todos los síntomas. Su decisión, un año antes de quitarse la vida, de abandonar la fenelzina, un fármaco que por lo demás se había quedado anticuado, fue desgraciada. La rebeldía de incumplir el tratamiento prescrito era propia de una personalidad arrolladora, conocedora de sus prodigiosas capacidades y propia de alguien acostumbrado desde niño a ser el primero en todo. «Siempre fue el más inteligente de su clase; publicó su primera novela cuando tenía 26 años. También en el centro de desintoxicación, donde estuvo para desvincularse de la marihuana, quería sacar su matrícula de honor», argumenta Max.

Salvando las distancias, el escritor es a la literatura contemporánea lo que Kurt Cobain a la música o James Dean al cine. Sin embargo, su estilo verboso, de frases largas, hecho de jirones, le convierte en inimitable y en ídolo sin escuela. Con su muerte desapareció el cronista del malestar de la sociedad de consumo.

En 'Todas las historias de amor son historias de fantasmas' (Debate), D. T. Max pone de relieve el impetuoso temperamento del autor 'La broma infinita'. «Incluso cuando estaba en abstinencia tenía un carácter compulsivo». Escribía, leía, fumaba marihuana, hacía juegos de palabras y jugaba al tenis de forma compulsiva. Salvo, claro está, cuando atravesaba por periodos depresivos. 'La broma infinita', su novela más audaz y ambiciosa, iba por las 1.400 páginas cuando solo estaban escritos dos tercios de ella. Por razones evidentes, al final se quedó en algo más de 1.000. Su obra era como él: abrumadora, apabullante, excesiva.

El autor de esta exhaustiva biografía ha consultado la correspondencia inédita del escritor, sus manuscritos y grabaciones, además de mantener prolongadas conversaciones con la familia y sus amigos. A la luz de estos testimonios, el escritor llega a la conclusión de que la «depresión atípica» diagnosticada a Foster Wallace no era tal. «Creo, y es una convicción que la familia comparte conmigo, que sufría trastorno bipolar, una enfermedad frecuente entre los escritores», dice Max. El prosista, que se sometió a electroshocks, era muy reacio a seguir con esta terapia porque estaba persuadido de que era la causante de algunas lagunas de memoria que le aquejaron.

Sus problemas mentales vienen de lejos. Aunque en el instituto ya descollaba por su brillantez y talento, a los 12 años comenzó a sufrir sus primeros ataques de pánico. Para disimular esos miedos terribles, trataba de hacer creer a sus compañeros de que su sudor copioso era producto de su afición a jugar al tenis. «Se paseaba por el instituto cargando con su raqueta y con una toalla» para sostener esa mentira, dice el periodista.

Comenzó a interesarse por el budismo, aunque la inquietud por la religión no aplacó sus tormentos. Consiguió infundir a su vida cierto orden cuando se casó con Karen Green. Con ella llegó a disponer en casa de vino para ofrecer a los invitados, algo que en un toxicómano constituía toda una prueba de fortaleza.

No obstante, la vida marital pasó por duras pruebas. Al principio de su matrimonio Karen quedó horrorizada por los hábitos de soltero de Wallace, su manía de deambular por la casa con tapones en los oídos cuando escribía, o su costumbre de colgar calcetines y toallas de los cuadros de la sufrida esposa. «Poco después empezaron a ir a una terapia de pareja para trabajar estos temas. Wallace accedió a poner un tendedero en el exterior de la casa», cuenta Max.

En lo político, Foster Wallace mostró una inclinación natural al conservadurismo. No en balde llegó a votar a Reagan. Hacia el final de su vida se abrió a postulados demócratas, aunque su acendrado sentido de la responsabilidad individual le alejaba de la izquierda.