Que quieran irse
Actualizado: GuardarPor lo común, en esta parte del mundo se contempla la emigración como drama. Siempre forzada por carencias urgentes, desgarrada y dolorosa, indeseable. Aunque los gaditanos tendemos a echarnos encima todas las faltas del universo como propias (también nos arrogamos todas las virtudes en la otra fase de la ciclotimia) hay que leer y viajar poco para saber que es una cuestión más extendida. Sureña o mediterránea o frecuente en países con influencia católica donde la familia, la melancolía, tienen peso descomunal. Enfrente, el individualismo luterano, norteño y eficaz. No nos pasa sólo a nosotros pero nos pasa.
Cuando se tienen hijos, el horizonte del tiempo se va más lejos. Como si lo echaran unos cuantos metros atrás, unas cuantas décadas al fondo, unos perversos tramoyistas. Al qué será de mí le añades el qué les quedará. Y en ese teatro remoto e incierto siempre está la opción de cambiar el decorado entero, el escenario. Casi todos, aquí, entienden lo de irse como supuesto nefasto. Y cada vez más pienso en la otra cara, en la tristeza gemela que oculta: la de nacer y morir en el mismo lugar, el mismo entorno, sin una sola travesía con que aprender, probarse y probar siquiera el dulzor del regreso. Parece que la vida del que debe irse se rompe. La del que se aferra a quedarse tampoco parece entera. Empecé a darle vueltas cuando mi compadre, que siempre llega en tren, comenzó a preguntar al salir de la estación: «¿Todavía sigue esto así?». Lleva todo el siglo con la misma interrogante. Dos o tres veces por año. Y la plaza de Sevilla que le sirve de excusa, entre mil, tal cual.
Y cuando se va intento sopesar entre dos penas: que los niños se vayan al crecer o que sigan aquí al envejecer, en este sitio que tanto levante dejó como estatua de sal. No sé si es una ciudad hermosa. Seguramente será sitio espléndido para vivir y volver, para pasear. No para trabajar. Cuando se mueve poco, ves mejor lo que contiene. Hueles la bilis sectaria derramada. Ves crecer la inquina del difamador y del que culpa a los demás de cada cosa, la del avaro que ríe ante la reyerta por el último mendrugo. Oyes a cada vez más turbados, a los que exigen con ira cuando regatearon cada esfuerzo. Es una forma de vida. La del trabajo y el dinero crea un porcentaje similar de infelices.
Dos miedos equivalentes. Pero en los últimos meses crece el que susurra al oído «que no se queden, que quieran irse».