UN DESASTRE
El sector eléctrico español tiene una desproporcionada capacidad de generación, costes elevadísimos y un cambiante marco legal que genera inseguridad al inversor
Actualizado: GuardarEl sector eléctrico vive convulso, en un permanente sin vivir, hasta alcanzar una situación absolutamente incomprensible. En primer lugar, y pese a que la UE pretendió implantar hace décadas un mercado común de la energía y un esquema de libertad casi absoluto, las restricciones físicas de las conexiones transfronterizas, junto a las necesidades y conveniencias nacionales, lo han convertido en un deseo inalcanzable, lo cual dificulta enormemente el funcionamiento más racional del sistema.
En segundo lugar, soporta un bombardeo legislativo sin reposo. En la última década, el cúmulo de leyes, más de 20; de reales decretos, más de 100; de órdenes ministeriales, más de 100; y de resoluciones, más de 200, que han tratado de ordenarlo y dirigirlo es abrumador. Como además la avalancha ordenancista se ha producido sin el mínimo respeto a la seguridad jurídica, los agravios causados son ingentes. El sistema regulatorio español es inseguro por ser impredecible y esa actitud se convierte tanto en una rémora para captar inversores como en un desprestigio internacional si se pretende recuperar su apuesta inversora.
En tercer lugar, los desvaríos y las vacilaciones de la política de cada momento han cargado sobre la tarifa una enorme serie de externalidades. A través de ella, se ha pretendido solucionar el interminable problema social de la producción de carbón nacional, el angustioso lío político de la moratoria nuclear, la difícil configuración económica del suministro eléctrico extrapeninsular y, así, sucesivamente otras cuestiones.
Como resultado hemos construido un absurdo, innecesario y desproporcionado exceso de capacidad de generación, agravado por la crisis que nos corroe y, por si fuera poco, hacemos coincidir el cierre de las fuentes más baratas con la promoción -por encima de toda lógica- de las más caras.
En el campo de la generación eólica nos quedan, al menos, dos satisfacciones, o consuelos: su rápido desarrollo ha abaratado sensiblemente los costes de producción y reducido la necesidad de primas; mientras que la instalación de los parques ha fomentado la creación y el desarrollo de todo un sector de actividad que es capaz de exportar por al mundo y de competir con ventaja contra los mejores. Pero el despropósito llegó con la regulación de la generación de energía fotovoltaica que, no solo resulta carísima, sino que está a punto de dejar tras de sí un auténtico desierto industrial con un escaso valor añadido para la economía del país.
Total, que tenemos un sector con exceso de capacidad y costes elevadísimos por, entre otras cosas, las primas de producción; y, además, con precios lesivos para nuestro sistema productivo, e imposible de predecir en un marco legal que es absolutamente inestable. ¿Resultado? Un déficit tarifario ingente cuya eliminación castiga a las compañías, perjudica a los usuarios y daña los Presupuestos del Estado. La solución dada por el Ministerio en el último -hasta ahora- episodio regulador trata con más ahínco de distribuir la carga de la solución de la manera más «aceptable» por la opinión pública que de arreglar los muchos problemas que arrastra la industria energética.
Pero, ¿quién generó este caos? Todos los gobiernos que se han ido sucediendo en la últimas dos décadas. ¿Y quién lo paga? El usuario individual, el cliente empresarial, las suministradoras, las empresas que se creyeron lo de la cogeneración y los Presupuestos del Estado. Al lado de este desastre, el de Annual fue una pelea de patio de colegio.