La romería más triste
Las historias terribles de la catástrofe se mezclan con las pruebas de heroísmo de los vecinos de Angrois
SANTIAGO. Actualizado: GuardarCuando Mercedes Pazos comenzó a tirar con sus propias manos de la red metálica que cerraba el paso a las vías, cuando Jonhatan se dejó caer por una cuerda para llegar al Alvia accidentado, cuando los vecinos abrieron las ventanillas con sierras, con picos y con las palmas ensangrentadas, el campo de fiestas de Angrois era el terreno de la muerte, pero también de los héroes del pueblo que se lanzaron a pecho descubierto a sacar a gentes de entre los hierros y las llamas.
A las nueve menos veinte de la noche del miércoles, el barrio de Angrois, de unos cien habitantes, el paisaje tranquilo de huertas y animales, se sacudió para siempre. Pepe Fontao escuchó «una bomba». Vio la polvareda comiéndose el fondo del valle por el que se accede a Santiago, llamó a las emergencias y se tiró monte abajo a saber qué podía hacer. «Les tocaba la mano y sabía si estaban vivos o muertos». Más tarde llegarían agentes, bomberos y asistencias médicas desde cientos de kilómetros a la redonda, pero los primeros fueron ellos. No tenían cómo bajar, así que Johnathan Pazos, de 23 años se deslizó agarrado a una cuerda que trajo alguien. «Nadie sabe quién trajo qué», recuerda. Al rato estaba en las vías viviendo en el caos. «Veíamos gentes atrapadas pidiendo auxilio a través de los cristales» , recuerda. Hoy se explica en una de esas huertas arruinadas con berzas y lechugas pisoteadas por una avalancha de reporteras con tacón y trípodes de televisiones de medio mundo. «Tuvimos que abrir las ventanas como pudimos. Alguien trajo un hacha, y una sierra, y un pico, y una sierra radial». De todo aquel infierno, al estudiante se le quedó una imagen por encima de todas. «Eran una familia, un padre una madre y un niño pequeño, y todavía se abrazaban. Estaban muertos».
Alberto Cebreiro pasaba el rato en casa de sus padres a pocos metros de la curva maldita cuando escuchó el choque «y el arrastre», y salió corriendo. «Eso era un campo de batalla. El que gritaba, significaba que estaba bien. Es curioso cómo impresionan más los vivos heridos que los muertos». Alberto sacó a gentes de los vagones y ayudó a quien pudo. «Me acuerdo de una chica de unos catorce años que llevaba los brazos colgando».
Las imágenes circulan como fantasmas entre los regatos, los zarzales y las mantas de hierba fresca de Angrois. En ese coro lánguido que extiende su boca a boca al dia siguiente de la tragedia cantan cientos de curiosos, víctimas, vecinos, testigos, cicloturistas, periodistas, gentes que no tenían nada mejor que hacer y familias con carrito. Desde las nueve de la mañana formaron una curiosa romería del horror, hecha mitad de sangre, mitad de heroismo.
El tren ha pinchado
En esas laderas se aparecían las historias de la niña sin brazo, del bebé que murió en el acto bajo un vagón y de la embarazada que tuvo el tiempo justo de pedir un móvil y hablar con su marido antes de fallecer. Alberto tuvo más suerte, la mujer que atendía pidió que llamarán a su esposo. Ella mismo le dijo que estaba viva, y se recupera en un hospital. Otro extranjero vestido con un perfecto traje británico, descolgó el teléfono: «Tranquila, cariño, solo ha pinchado el tren».
«Tenías que quedarte con dos o tres heridos, porque si no, se escapaban. Estaban idos y echaban a andar. Algunos no sabían hacia dónde ir y se metían en las llamas». Alberto vio a uno de ellos largarse por la pasarela de encima de las vías con la maleta a cuestas, como si nada hubiera pasado. Fueron más y ahora las autoridades les piden que llamen para decir que están bien. En los vagones de cola casi no había ilesos. Lo peor se lo llevaron los de atrás, que resbalaron sobre el foso de las cunetas de la vía. Cada rincón fue muerte para unos y salvacion para otros. En esa misma cuneta aguardaban agazapados algunas personas que se libraron de la muerte gracias al hueco.
Nadie sabe dónde están ni cómo salieron de allí. Mercedes Pazos no se explica cómo treparon desde la vía y escalaron los taludes de cinco metros de altura en aquellas circunstancias. «No sé porqué, pero ninguno llevaba zapatos. Todos iban descalzos. Ni siquiera los que estaban menos heridos dejaban de temblar. Recuerdo a un chaval de 16 años que pese a las mantas apretaba los puños así y se estremecía».
Mercedes era ya parte de una cadena solidaria de vecinos del barrio y tecnicos de emergencias que mitigaron el caos de la primera hora larga en el que cada cual luchaba como podía. En el Monte de la Condesa, cerca de allí, la noticia dejaba desiertas las carpas de las comidas populares preparadas para el día del Apóstol y llenaba de donantes el centro de transfusiones. En las vías necesitaban de todo, calma incluida. Con palés traídos en furgoneta desde una empresa frutera improvisaron las camillas. Anxo Puga, que había salido corriendo cuando vio las catenarias arrancárselo de cuajo, sabía que no tenía camillas, «pero sí tablas», así que voló hacia su finca y trajo madera con la que transportar heridos, hacer puentes en los fosos de las vías y apuntalar lo que hiciera falta. Todas aquellos aparejos de fortuna seguían ayer esparcidos sobre la grava de las vías, como el confeti de una fiesta, pero al mismo tiempo recordaban cuando cientos de hombres y mujeres lucharon juntos en las vías.
Alberto Carnota, de 34 años, era uno de ellos: «Supongo que fuimos más humanos».