Sociedad

El Papa baja al infierno de las pateras

Francisco lanza su discurso más duro en Lampedusa, meta de miles de inmigrantes desesperados

ROMA. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Lo primero que se dijo de Francisco es que había elegido un nombre muy exigente. El santo de Asís que se hizo pobre con los pobres es un modelo tan arduo que ningún papa se había atrevido a escogerlo, como un ideal inalcanzable de coherencia. Jorge María Bergoglio ha aceptado el reto y día a día está demoliendo las inercias vaticanas para intentar acercarse a él, con gestos y palabras directas. Su primer viaje como pontífice, ayer a la diminuta isla de Lampedusa, fue otro momento culminante de esa trayectoria que aparece revolucionaria en su simplicidad. Lampedusa es el sur de Europa, un pedazo de tierra más cerca de África que de Italia donde cada año intentan llegar miles de inmigrantes. El Papa pensó que tenía que ir allí hace una semana, tras ver las tristes noticias del último desembarco. Por romper la costumbre a la tragedia. Y porque allí nunca va nadie -solo Berlusconi una vez a vender la moto- y la isla casi ni es noticia. Es una de esas «periferias» donde quiere ver a la Iglesia a las que se refiere constantemente. De repente Francisco puso a Lampedusa en el mapa. No solo geográfico, sino moral.

Fue un viaje rápido, de nueve a una del mediodía, pero contundente. En una misa celebrada en el campo de fútbol local ante 10.000 personas -los vecinos, turistas y unos cientos de emigrantes alojados en el centro de identificación- tuvo palabras como puños, en uno de los discursos más duros, no de este Papa, sino de varios. Denunció «la cultura del bienestar que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles a los gritos de los otros, nos hace vivir en burbujas de jabón que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, lleva a la globalización de la indiferencia». «¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no nos incumbe, no nos interesa, no es asunto nuestro!», condenó. Justo hora y media antes de que llegara, otras 166 personas desembarcaron en el muelle, rescatadas por la guardia costera. Lo primero que hizo Bergoglio al llegar fue hacerse a la mar y arrojar una corona de flores en memoria de los miles de difuntos que se ha tragado el Mediterráneo, se calcula que 19.000 en quince años en esta ruta, por las estimaciones de las embarcaciones desaparecidas. Luego, en el muelle, saludó a algunos de los inmigrantes llegados en los últimos días y conversó con ellos. Eran sobre todo eritreos, tunecinos y somalíes. Había niños y mujeres. «Rezo por vosotros, también por los que ya no están», les dijo. «Hemos sufrido mucho para llegar hasta aquí», le contestó uno de ellos, que le entregó una carta.

Cruz con madera de patera

La visita se improvisó hace una semana y es un mensaje contracorriente en sí. Surge de la urgencia de ir donde hay una necesidad y estuvo desprovisto de cualquier fasto. Sin séquito, sin autoridades, sin tropel de obispos a rendirle honores, sin vuelo oficial con periodistas. Solo el obispo de Agrigento, que es la diócesis de Lampedusa, el cura del lugar y la alcaldesa. El ministro de Interior quiso ir y no le dejaron. Francisco quiso la visita así, no institucional, sino pastoral, pero hizo algo más. Puenteó la secretaría de Estado, el 'Gobierno' del Vaticano, lo anunció directamente a través de la oficina de prensa y encargó en su secretaría que le reservaran cuatro billetes a Lampedusa. Normales, en vuelo de línea. No hay conexión directa a Lampedusa, pues desde Roma es el último rincón del mundo y hay que pasar por Palermo. Al final le convencieron para organizar un vuelo como los de siempre. Pero ahí queda eso. El viaje a Brasil de finales de mes ya está organizado, pero habrá que ver cómo serán los demás.

El altar, el atril, la cruz que empuñó eran pobres, fabricados con la madera de las pateras. El Papa, que agradeció a la gente de la isla su ayuda constante a los que llegan como ejemplo de solidaridad, vistió paramentos de color morado, color de la penitencia, porque entre otras cosas pidió perdón a Dios por este estado de cosas, por aquellos «que en el anonimato toman decisiones socioeconómicas que abren el camino a dramas como estos», y se incluyó en cierto modo entre los responsables: «Muchos de nosotros, me incluyo yo también, estamos desorientados, ya no estamos atentos al mundo en el que vivimos, no custodiamos lo que Dios ha creado para todos ni nos custodiamos los unos a los otros».

Fue una llamada esencial a la fraternidad humana universal, a ocuparse del otro, del más débil.