El perro flaco
Actualizado: GuardarEl perro flaco, al que todo se le ha vuelto pulgas, sabe perfectamente que nunca más volverán a atarlo con longanizas. Que en el mejor de los casos, podrá soñar con que muerde la mano del que alguna vez le da de comer, pero que cuando despierte, tendrá que conformarse con ser la voz de su amo. Es lo que tiene la rabia, que en la primera fase uno puede echar espumarajos por la boca, pero al final, todos terminan escondiendo su parálisis por los rincones.
Y como mientras ladramos, siempre habrá quien cabalgue a nuestra costa, es por lo que estos perros, que son siempre los mismos, pero siempre con distinto collar, han aprendido que más hace el lobo callando que el perro ladrando y han decidido quedarse a verlas venir, a ver por dónde amanece y a aguantar el chaparrón para no hacer demasiado evidente el refrán castellano, ya sabe, de donde no hay pan, hasta los perros se van. Porque el éxodo ya ha comenzado.
No todo exilio pone tierra por medio. Hay un exilio mucho más duro, mucho más salvaje, que nos aleja de todo y de todos y que nos separa tanto de la realidad que a veces se convierte en locura. Es el exilio interior, ese en el que a veces nos refugiamos para sobrevivir, y que en ocasiones disfrazamos de conformismo y de resignación. Es cuando todo nos resulta tan ajeno y tan lejano que parece que nos da lo mismo.
Es peligroso. Y estamos entrando en ello. Ni el verano, ni las rebajas, ni las terrazas nocturnas, ni la euforia por una copa de fútbol que estuvimos a punto de ganar, ni los conciertos, ni los desconciertos, ni los perros que ladran a la luna nos traerán de nuevo a casa.
Somos perros viejos, y no va a ser tan fácil espulgarnos. Tenemos muy malas pulgas, pero son nuestras, y quizá es lo único que nos queda.