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Las últimas horas de La Marina
Trabajadores y clientes se despiden de un negocio que forma parte de la memoria sentimental de Cádiz El histórico local de la calle San Francisco deja de ser una librería tras su traslado
CÁDIZ. Actualizado: GuardarAl entrar en La Marina huele a papel, a tinta, a madera, a cultura y a historia. Y lo más curioso es que ya ni siquiera es La Marina, pero huele igual que en 1917, cuando Santiago García Castellón abrió sus puertas por primera vez para vender las cartas náuticas y las publicaciones del Instituto Hidrográfico, de las que tenía la exclusiva. Desde entonces, ha cambiado mucho, y sin embargo sigue oliendo igual. Un olor que sirve de guía incluso a los ciegos. Lo explica Pedro González, un cliente mimado, especial, para los libreros de este negocio. «No se extrañe por ver a un invidente en una librería. Es pasar por la puerta y sé que estoy donde quería llegar. Este sitio tiene un olor inconfundible». A papel, a tinta, a madera, a cultura, a historia y también a confianza, a tradición, a encanto. El que supo imprimirle en su día Santiago, y después de él su hijo, Juan García Rendón, y tras él su nieto, Juan Carlos García Viruega, y por último la hermana de éste, Teresa. Porque en QiQ, que aunque ya no lo sea sigue siendo La Marina, hay libreros que saben de libros, que aconsejan, que buscan donde haga falta esa edición que no se encuentra en ninguna parte, «que son capaces de venderle un libro a un ciego».
La Marina es un símbolo del comercio gaditano que a lo largo de casi un siglo ha sabido adaptarse a los tiempos, reinventarse, evolucionar sin renunciar a su esencia, a su arquitectura, a su espíritu. Pero no ha sido suficiente. Hoy ya sus barajas verdes no se han subido. El grupo Quorum, que desde hace años es el propietario de esta librería no cierra el negocio, pero sí lo traslada junto con otra de sus tiendas, Qüentum, a un local amplio en el que tendrá la oportunidad de diversificar su oferta, en la esquina de Sagasta con Benjumeda. Allí se va QiQ, que por fin podrá ser tal, pero La Marina se queda en San Francisco 31, donde siempre estuvo y siempre estará.
Teresa García y Miguel Ángel Castellano, «los últimos de La Marina», como les definían algunos clientes que no paraban de entrar a preguntar cuándo se mudaban, se afanaban ayer en llenar cajas, vaciar estanterías y contener emociones. «Es que sentimentalmente es duro, porque esta es la librería de mis abuelos, de mis padres, de mi hermano», cuenta Teresa, cuya vinculación con el negocio va a más allá de lo meramente económico, de hecho el local que ocupa es propiedad de su familia. Y a pesar de todo, lo que de verdad hace que se le humedezca la mirada es explicar como desde hace días se va dando cuenta de la importancia que esta librería tiene para los gaditanos. «Constantemente entran a contarnos que La Marina ha formado parte de sus vidas. Mucha gente ha venido a decirnos cómo venían con sus padres o sus abuelos, que compraban aquí los libros de texto que les pedían en el Columela, cuando el Instituto estaba aquí al lado, en lo que hoy es el Rosario, y cómo luego han venido con sus hijos a comprar libros infantiles».
Todas esas vivencias componen el alma de una librería que nació de la oportunidad. La que vio que podía aprovechar Santiago García en 1917, cuando era contable de los prácticos del puerto. Se convirtió en el depositario y único vendedor de las publicaciones que generaban. Primero él y luego su hijo, don Juan, compusieron la imagen que miles de gaditanos tienen guardada en su retina, la de una pequeña tienda repleta de libros con un mostrador de madera verde -que aún hoy se conserva- y una trastienda profunda, que alimentaba la imaginación de los buscadores de tesoros de papel. Allí, rigurosamente catalogadas en bateas, se guardaban las cartas náuticas que regalaron su vocación marinera a la librería. Y detrás del mostrador esos libreros que sabían atender y que se ayudaban de un mozo vestido con esa especie de guardapolvos que ya sólo se imagina en tonos sepias.
Y lo que fue un despacho más de libros se fue convirtiendo en un punto de encuentro de la intelectualidad de los distintos tiempos por los que ha pasado la ciudad de Cádiz. En los años de la posguerra La Marina fue digna heredera de los salones de Frasquita Larrea o Margarita López Morla como lugar de tertulia, previo paso por el cercano ultramarinos La Rosita, con cuyas exquisiteces se acompañaba la conversación. Luego, a medida que el negocio iba creciendo, se consolidó como sitio de peregrinaje de todo el que era o quería ser escritor en Cádiz. «Fernando Quiñones se pasaba aquí la vida. Han sido muchos, Josefina Junquera, Jesús Maeso de la Torre, que dice que está jugando a la lotería para ver si le toca y puede comprarnos el local», cuenta bromeando Teresa mientras va recordando nombres, muchos de ellos desconocidos, de aspirantes a literato que llegan a La Marina simplemente para pedir consejo o que les guarden sus obras originales en depósito.
El futuro se presenta incierto. «Hay expectación por ver cómo funciona el negocio después del traslado, que evidentemente se produce por una decisión empresarial», dice Teresa, que ya hoy está trabajando en el montaje del nuevo local. Quizá por esa cantidad de trabajo que aún le queda por delante y porque aún ayer seguía atendiendo a los últimos clientes se guardaba unos sentimientos que les resultaban más difícil reprimir a Marisa y Paula, la viuda y la hija de Juan Carlos García, el último propietario de La Marina cuando aún no le habían cambiado el letrero de la calle. «Para nosotras es triste porque esto está lleno de recuerdos. La imagen que más guardo de mi infancia es la de estar sentada en el suelo, exactamente aquí, leyéndome los libros infantiles de esta estantería», cuenta Paula.
A 4 años del centenario
A todas les hubiese gustado ver como La Marina cumplía 100 años con las puertas abiertas, pero no ha podido ser, le han faltado sólo cuatro. De lo que sí se muestra convencida Teresa, de hecho no concibe el futuro del local de otra manera, es de que seguirá siendo un comercio tradicional, porque lo pide la clientela y porque lo requiere el espacio. Aún se conservan algunos de los elementos arquitectónicos que hacen de la tienda un perfecto exponente de la edificación comercial del siglo XVIII. Abriendo una puerta de estilo Art Déco perfectamente conservada se accede a uno de los espacios mágicos de La Marina, donde se conserva el suelo original de mármol italiano, donde las vigas de madera no están ocultas por el falso techo que cubre el resto de la librería y donde se conservan algunos de los viejos expositores de madera que a principios de siglo utilizó Santiago García para colocar sus volúmenes de temática marítima. Todo esto se conservará como parte del maravilloso conjunto del edificio isabelino que lo cobija, con sus hermosos balcones y su ubicación en pleno corazón comercial de Cádiz. Lo que será complicado es que siga siendo una librería, porque para eso haría falta que apareciera «un loco muy animoso» que estuviera dispuesto a embarcarse en un negocio que tiene retos muy duros que superar y que van más allá de la crisis general, con los dispositivos de lectura digitales marcando una senda de desarrollo incierto.
Así, después de muchos años hoy en La Marina no se va a vender ninguna novela, pero sus paredes, su techo, su suelo, seguirán teniendo el valor incalculable de haber sido los cómplices de Santiago, de Juan, de Juan Carlos, de Teresa, para guardar los tesoros que ya muchos adivinaban que se escondían detrás del arco que daba entrada a la trastienda. Esos tesoros que olían a papel, a tinta, a madera, a cultura y a historia, y que le dieron a este local de la calle San Francisco su nombre perpetuo. Ya hace tiempo que se lo cambiaron en el registro, pero no importa. Cuenta Teresa, con esa voz rotunda y ese deje de sabiduría que no parece venir de su cuerpo menudo, que transmite puro nervio, que «a los pocos días de cambiarle el rótulo que hay encima de la puerta había en la librería un cliente al que llamaron por teléfono para preguntarle dónde estaba. Estoy en La Marina, le dijo él a la persona que estaba al otro lado de la línea. Por lo visto le contestaron que eso ya había cerrado. La respuesta que dio el señor fue: Ya sé que La Marina ha cerrado, pero yo estoy en La Marina».