Una mujer muestra las fotos de familiares muertos en un ataque a Mullivaikal. :: Z. ALDAMA
Represión Masacre

El genocidio que nunca sucedió

Hace cuatro años los militares de Sri Lanka acabaron a sangre y fuego con la guerilla tamilEl Ejército mató a 40.000 civiles pero sus familiares no pueden registrarlos como fallecidos porque el Gobierno niega los hechos

MULLIATIVU. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Es imposible que cicatricen en cuatro años las heridas causadas por casi tres décadas de guerra civil. Más aún si el Gobierno de los vencedores se embarca con toda su fuerza militar y económica en una brutal campaña de discriminación y de asimilación social y cultural contra la minoría étnica que llegó a controlar y administrar casi un tercio del país. Pero eso es exactamente lo que está sucediendo en Sri Lanka con los dirigentes de la mayoría cingalesa -budistas- y la derrotada minoría tamil -hinduísta-. Por si fuese poco, todavía ni siquiera se han revelado los pormenores de la ofensiva militar que puso puntos suspensivos a un conflicto étnico, religioso, y social que continúa latente. Pero este periódico ha viajado a los lugares en los que se libraron las últimas batallas para descubrir el genocidio que, según Colombo, nunca sucedió.

Basta con echar un vistazo al billete de 1.000 rupias que Sri Lanka imprimió el 20 de mayo de 2009, solo dos días después de haber declarado el fin de la guerra, para adivinar cuál fue el estado de ánimo de las autoridades. En el anverso aparece el actual presidente, Mahinda Rajapaksa, con los brazos abiertos al cielo y una sonrisa de oreja a oreja, mientras el sol sale, reluciente, por detrás de un mapa de la isla. En el reverso, unos militares emulan a los estadounidenses que ganaron la batalla de Iwo Jima en la Segunda Guerra Mundial y levantan en grupo una bandera del país mientras en el horizonte vuelan cazas y helicópteros de combate.

Esa bandera ha quedado inmortalizada en el Monumento a la Victoria de Mullivaikal, la localidad en la que se dispararon las últimas balas. Un soldado de metal dorado levanta triunfante un fusil AK-47 con una mano y la enseña nacional con la otra. Al lado se encuentra el improvisado Museo de la Guerra. Tras un cartel en el que se tacha a los Tigres para la Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) de simples terroristas, hay obuses, fusiles y pistolas.

Pero también buques de guerra, rudimentarios submarinos y aviones, muestra de la fuerza y el arraigo que el grupo guerrillero tenía en el tercio norte de la isla, poblada en su mayoría por la etnia tamil. Por eso, pocos habitantes locales que visitan el lugar sienten orgullo. Sus aspiraciones han sido derrotadas, y un vistazo a los edificios de los alrededores es suficiente para atisbar cómo: según diferentes fuentes internacionales, las operaciones militares dejaron más de 40.000 muertos en poco más de un año. Según el Gobierno, no murió ni un solo civil.

Siete familiares de Gunaratnam Sabaratnam, muertos en mayo de 2009, son algunos de los miles que contradicen la versión oficial. Como muchos otros, eran civiles inocentes cuyo fallecimiento demuestra que el fin de la guerra en Sri Lanka fue una masacre indiscriminada. Muchas organizaciones internacionales van más allá y hablan, sin medias tintas, de genocidio. Y el relato de Sabaratnam parece confirmarlo: «Nos atacaron con artillería pesada cuando nos dirigíamos a una boda en la 'zona segura' -una demarcación creada por el Gobierno, teóricamente para salvaguardar la vida de civiles- de Kilinochchi -la ciudad que había servido de capital para el LTTE-. En la zona que bombardearon no había ningún guerrillero, ni siquiera combates. El Ejército buscaba matar a civiles».

Él perdió las dos piernas, pero salvó la vida. Tuvo suerte. En el ataque, uno de los muchos que ha investigado la ONU, murió casi un centenar de personas. «Nosotros conseguimos sobrevivir porque nos escondimos en un pozo, pero el resto acabó hecho trizas». Kamasarasa, una profesora de la ciudad de Mulliativu, cuenta una historia similar sucedida a más de cien kilómetros de distancia pocos días después. «Como muchos otros, escapamos a los combates y buscamos refugio en la 'zona segura'. No podíamos pensar que la intención de los soldados era rodearnos para matarnos a todos», recuerda entre lágrimas.

«Nos quitaron casa y tierras»

Nueve miembros de su familia perdieron la vida. «Ni siquiera pudimos enterrarlos porque sus cuerpos habían quedado diseminados por el lugar, junto a los de muchos otros». Entre esos pedazos había una pierna de él. «Mi hija también estaba herida de gravedad, así que, como pudimos, escapamos de allí». Poco tiempo después acabó la guerra, pero su drama continúa hoy, cuatro años después. «Teníamos casa y tierras, pero nos las quitaron. Ahora están ocupadas por el Ejército, y no podemos volver». Kamasarasa y su hija han encontrado refugio, junto a Sabaratnam, en un centro para discapacitados que lleva un cura cristiano en las afueras de Vavuniya. «Estamos completamente desbordados», asegura el religioso, que, para evitar represalias, no quiere que se mencionen ni su nombre ni el de la organización. «En cualquier momento pueden venir soldados y hacernos desaparecer».

Quien ya no tiene miedo es Rayyapu Joseph, el obispo de Mannar, una localidad en la que el 60% de la población es cristiana. Y ya no se calla. Vivió los últimos combates en primera línea, y ahora quiere que la verdad sea contada. «El Gobierno describe la fase final de la guerra, que comenzó en 2008, como una 'operación humanitaria'. Sin duda, es la mayor hipocresía que he oído jamás, porque lo que provocó fue una masacre que se inscribe dentro de un proceso de limpieza étnica que continúa en todos los frentes».