La abuela de Michelle Knigth, la joven que se niega a ver a su familia, ante la casa de Gina DeJesus en Cleveland. :: MATT SULLIVAN / REUTERS
MUNDO

La cara oscura del vecino de al lado

El sádico que torturó a tres chicas durante una década acudía a las vigilias de Cleveland en las que se rezaba para que aparecieran y conversaba con las familias

NUEVA YORK. Actualizado: Guardar
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Gina DeJesus tampoco durmió anoche en su cama. Regresó a casa el miércoles, después de casi una década secuestrada, pero la idea de pasar la noche en el piso de arriba, como en la habitación donde Ariel Castro la mantenía encerrada, la hacía temblar de miedo. Sus padres dispusieron camas hinchables y durmieron con ella en el salón.

Castro está en prisión, pero su sombra persigue aún a las tres chicas a las que secuestró y a sus familias como un alma en pena. Nancy Ruiz, la madre de Gina DeJesus, recuerda con un escalofrío cuántas veces pasó por la puerta de la casa donde su hija estaba encerrada sin poder imaginárselo. «Mi hermana vive a dos manzanas y media. He pasado por esa calle miles de veces», contó a la cadena ABC.

Este domingo es el primero de la última década en el que Ruiz celebra el Día de la Madre, que en EE UU se observa el segundo domingo de mayo. En estos años en los que nunca perdió la fe de encontrarla viva se resistió a festejarlo sin ella. Durante mucho tiempo llamaba al FBI casi a diario y todavía seguía poniendo carteles con la foto de su hija, que hoy no se parece en nada a la niña de pelo largo que consideraba un poco ingenua a los 14 años, sin sospechar que tendría que madurar de golpe. El propio Castro ha contado a la Policía que le sorprendió lo infantil que era la mejor amiga de su hija Arlene, que para mayor aberración fue la última persona que la vio.

Castro, que desde el principio renunció a su derecho a permanecer en silencio, ha explicado a los agentes que ni él mismo sabe por qué secuestró a Gina si «ya tenía dos». En un texto escrito a mano en los dos últimos años que la Policía habría encontrado en la casa y algunos consideran una nota de suicidio, Castro se define como un «depredador sexual» y echa la culpa a sus víctimas por haberse subido al coche con él, según han difundido varios medios.

Sin dinero para el autobús

Aquella tarde de abril de 2004, al salir del colegio, Gina DeJesús le prestó una moneda de 25 centavos a su amiga Arlene Castro, una de las hijas de Ariel, para que llamase a su madre y le preguntase si podía venirse a jugar con ella a su casa, pero ésta le negó el permiso. Como ya había gastado parte de lo que llevaba para el autobús, Gina tuvo que volver andando.

A pocas manzanas, en la calle West 105, Eric Poindarter y su hermano vieron cómo una furgoneta negra trazaba un giro brusco en medio de la calzada para acercarse a la niña. Cuando la furgoneta desapareció, la niña tampoco estaba. El boceto con la descripción del conductor se parece mucho a la foto de Castro, pero casi nadie lo asoció. Los padres de la chica insistieron en que su hija nunca se habría subido al coche con un extraño, pero Castro no lo era. Había ido al colegio con el padre de la chica y su propia hija era la mejor amiga de Gina, la misma que ha pasado años buscándola y llorando su pérdida.

El jueves, Arlene Castro volvió a llorarla ante las cámaras de la cadena ABC. «No tenía ni idea», repetía entre lágrimas. «Lo siento, lo siento tanto», sollozaba. «Mi padre y yo no teníamos mucha relación, nuestras conversaciones eran breves. Estoy decepcionada, avergonzada, devastada. Gina, de verdad me gustaría verte y que conocieras a mis hijos. Lo siento tanto...».

Todo el barrio participó en la búsqueda de Gina DeJesus. Hasta su propio secuestrador acudió con rostro compungido a un par de vigilias y cada vez que veía a la madre, a la que conocía de haber actuado como músico en un local de su propiedad, le preguntaba cariñosamente cómo estaba.

«¿Crees que está muerta?»

Castro hacía su vida con naturalidad. Nadie habría sospechado su lado oscuro. Su excuñado Frank Caraballo admite que parecía un tipo agradable con el que se podía hablar de coches, de música y de muchas otras cosas. Con esos aires de normalidad se paseaba tranquilamente por el barrio, empapelado de carteles con las caras de DeJesus y de Amanda Berry, cuyos padres habían unido fuerzas para buscarlas. «¿Tú crees que algún día aparecerá Amanda Berry?», le preguntó Castro a su hijo Anthony hace apenas dos semanas. «No, creo que está muerta», le respondió éste. «¿De verdad crees que está muerta?», insistió su padre sorprendido.

A Berry la tenía en el sótano, con la hija que la forzó a engendrar, Jocelyn, que el próximo 25 de diciembre cumplirá 7 años. No se sabe aún por qué Castro golpeó repetidamente en el abdomen a Michelle Knight cada una de las cinco veces que la dejó embarazada, quitándole la comida y el agua, pero permitió que la gestación de Berry llegase a buen término e incluso obligó a Knight a asistirla en el parto, so pena de matarla si la niña moría. Cuando, apenas llegada al mundo, dejó de respirar, hubo gritos de histeria de la madre, insultos y amenazas de Castro, hasta que a Knight se le ocurrió hacerle la respiración artificial y salvó así la vida de ambas.

La pequeña Jocelyn habla de su «papi» con cariño. Es la única de las cuatro secuestradas a la que Ariel Castro sacaba a pasear de noche de vez en cuando. Las demás apenas vieron el garaje de la casa en un par de ocasiones. «Mira esta niña, ¿no es bonita?», le preguntó Castro a su hija Angie hace dos meses, presentándola como hija de su novia. «Anda, papá, pero si se parece a mi hermana Emily», le contestó ella incrédula. Castro negó que fuera el padre.

Siempre volvía a casa

Su hija mayor, tan horrorizada como su hermana Arlene, admite que su padre daba palizas de muerte a su madre en ataques de celos, pero desde que Grimilda Figueroa le abandonó no había visto al animal que lleva dentro. Hasta la semana pasada le parecía el mejor abuelo del mundo. «Mi marido y yo no damos crédito a que el hombre cariñoso y devoto que yo conocía como mi papi haya resultado ser en realidad el más diabólico, malvado y criminal del que nunca haya oído», dijo en en un comunicado. «Esto es como una película de terror en la que nosotros somos los personajes. Nunca le podré perdonar, para mí está muerto».

En retrospectiva, sus hijas entienden ahora por qué había tantos candados en la casa -Castro decía que era para que no le robasen sus instrumentos musicales-. «Una vez le dije que quería subir a ver la que era mi habitación», contó Angie a CNN. «No, cariño, está llena de trastos, no se puede ni entrar», atajó él.

Visto lo visto, muchos empiezan a entender ahora por qué Castro siempre volvía a casa después de los conciertos que daba en otras ciudades, por qué compraba ropa de mujer y grandes bolsas de comida, por qué se escapaba de casa de su madre en mitad de la cena para volver brevemente a su vivienda, por qué atribuía a sus perros los ruidos del ático, por qué siempre entraba por la puerta de atrás aunque aparcara delante, o tenía tablones puestos en las ventanas, como otras casas de este barrio depauperado por otra parte. Pero quien sea sincero consigo mismo reconocerá que se le escapó ver en él al perverso sádico que escondió en las narices de todos a tres chicas del barrio durante una década, y convirtió la casa de la avenida Seymour en una «cámara de las torturas», como ha dicho el fiscal.

«O yo soy idiota o este tipo era muy bueno», dijo Charles Ramsey, uno de los vecinos que ayudó a Berry después de escapar de la casa. «¿No da miedo eso?». Lo da. El propio Ramsey, héroe de primera hora, estuvo en la cárcel por maltratar a su mujer. En las casas desvencijadas de este gueto de Ohio son muchas las caras amables que esconden un lado oscuro de puertas para adentro.