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Cofrades

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Esta Semana Santa, en Medina, sin contar con la amenaza climática, vamos a sufrir una sensible merma en el número de desfiles procesionales, cosa que suscita lógico desasosiego en los piadosos y cierta curiosidad en quienes no comulgamos con estos credos. Las causas materiales y los enredos burocráticos parecen haberse puesto de acuerdo para que dos cofradías de las que llevan a cabo este tipo sui generis de performances dramático-religiosas tengan lugar en las calles del pueblo.

El estado actual de conservación de la imagen del Cristo de la Buena Muerte no parece aconsejar su salida del templo sin vencer antes el gran obstáculo que representa conseguir el buen puñado de miles de euros requerido para su restauración. La Hermandad del Cristo de la Sangre, según ella misma se ha encargado de hacer público mediante una pegada de panfletos, se encuentra inmersa en una espesa maraña electoral desde que el anterior párroco informó negativamente al obispado sobre el resultado de la elección del último cabildo, por lo que éste las declaró nulas, encontrándose el contencioso en estos momentos, según esa misma información, en las altas instancias vaticanas, a la espera de que el nuevo equipo del Papa Paco tome la pertinente decisión de permitir el desfile o bien repetir los comicios.

En el primero de los contratiempos todo pasa por solventar el escollo económico, y ya se sabe que en ese aspecto no hay nada que rascar: o la cofradía arranca el dinero de los bolsillos de los feligreses o la imagen se descompone. En el segundo, la Iglesia manifiesta, como no podía ser de otra manera, el poco respecto que le inspiran los usos democráticos, enrocada como continúa en el misterio medieval de sus cónclaves y la mantenida intriga de sus fumatas.

Lejos de considerarlos lamentables contrariedades, la institución eclesial ve en ambos casos la forma feliz de poner trabas a unos usos en los que ella misma descubre aquella raíz pagana nunca del todo extirpada y que únicamente tolera a cambio de la entregada clientela y el fervoroso reconocimiento que otras expresiones del ritual no le procuran. Oponerse de forma abierta a esta manifestación de culto callejero supondría un violento conflicto interno que la Iglesia, en su línea política de saber nadar y guardar la ropa, nunca va a desencadenar. Cosa que no significa estar de acuerdo con una forma de entender el credo que por su propia naturaleza escapa al control oficial de la liturgia ejercido en el interior de los templos.