Amalia habló ayer en televisión.
Sociedad

«Amalia, si no me caso con vos, me hago cura»

Francisco tuvo una novia con 12 años, lee a Borges, ama el tango, trabajó en una discoteca y cocinaLos hábitos del nuevo Papa son austeros pero ha vivido en un apartamento de 400 metros amueblado con valiosas piezas del siglo XVIII

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«Si no me caso con vos, me hago cura». Niños jugando a mayores, preadolescentes de 12 años que ignoran que las palabras dichas a esa edad están condenadas a convertirse en un dulce recuerdo llegados al otoño de la vida, cuando el amor, el sexo y el compromiso son palabras que el tiempo ha ido vaciando de contenido. Salvo una vez, porque la promesa-amenaza de Jorge Mario a Amalia se hizo realidad. Veinte años después de aquella conversación que ayer recordaba una emocionada anciana, Jorge Mario se ordenó sacerdote. Y el miércoles, pasadas las ocho de la noche, se asomó al balcón de la basílica de san Pedro para saludar al mundo como el nuevo Papa Francisco.

El noviazgo no prosperó, ha contado Amalia, porque tiempo después los padres de ella cortaron de raíz la relación entre los dos niños del barrio bonaerense de Flores. La vida siguió para ambos. Ella se casó y aún lamenta que Jorge no oficiara la ceremonia. Él estudió para químico y se pagó la matrícula realizando trabajos diversos: hizo tareas de limpieza en una fábrica de calcetines en la que más tarde llevó las cuentas, y por las noches sacaba unos pesos como portero de un local de dudosa respetabilidad. A los veinte años y a consecuencia de una vieja y grave infección, tuvieron que extirparle la parte superior del pulmón derecho. Poco después, ingresó en los jesuitas y se ordenó sacerdote. Y un día llegó a ser arzobispo de Buenos Aires.

Vida de arzobispo

Desde entonces, ha vivido en dependencias de la curia: un apartamento de 400 metros cuadrados con vistas a plaza de Mayo, repleto de muebles del siglo XVIII y con paredes cubiertas por libros y discos. Entre sus lecturas favoritas están Borges, Hölderlin y Dostoievski, pero si tuviera que elegir un título con el que vivir el resto de sus días sería 'El banquete de Severo Arcángelo', una obra de profundo contenido cristiano escrita por Leopoldo Marechal. La música que escucha casi de continuo es clásica y tangos... Esos tangos que más de una vez, siendo adolescente, bailó con sus amigas de la Secundaria, incluida Amalia.

También le gusta el cine. Uno de los visitantes asiduos a su casa ha recordado que entre sus objetos más preciados estaba un reproductor de DVD. Su filme favorito, lo ha dicho él mismo, es 'El festín de Babette', basada en un relato de Isak Dinesen. Y le encanta cocinar. A juzgar por sus platos favoritos (ensaladas y pollo, que de vez en cuando riega con una copita de vino), no parece que el nuevo Papa sea demasiado innovador. Pero acostumbra a preparse su comida desde que, siendo niño, su madre enfermó y ya nunca más pudo ponerse ante un fogón. Rara vez come fuera de casa, salvo que sea necesario.

Nadie sabe, de momento, cuál será su rutina de vida y trabajo en el Vaticano, pero en Buenos Aires era un gran madrugador. Sus colaboradores han explicado que solía levantarse a las cuatro de la mañana y hasta las siete se dedicaba a meditar. Luego empezaba una serie interminable de reuniones y audiencias. De vez en cuando, cogía el autobús o el metro para visitar parroquias remotas o presentarse sin avisar en comedores de caridad.

Cuando quería confesarse, se dirigía a la iglesia del Salvador, un templo neoclásico con una fachada de columnas, lejanamente emparentado en lo estético con la catedral. Allí hacía cola, como un feligrés más, ante el confesionario de un jesuita anciano. Luego, a media tarde, rezaba el rosario caminando por el pasillo del apartamento y al anochecer leía y escuchaba música. Otras veces escribía: libros -es autor de una decena, aunque en Roma nunca ha sido tenido por intelectual- y cartas. También veía los partidos de fútbol del San Lorenzo de Almagro, su equipo del alma, cuando los daban por la TV. Hace muchos años que nadie lo ha visto en las gradas.

Austero en todo lo relativo a su persona, hasta el punto de arreglar la indumentaria de su predecesor en el arzobispado antes que comprarse una nueva, en cambio aprecia la calidad de los ornamentos de la iglesia. En ese ámbito no regatea: aún se recuerda en su ciudad cuando encargó un altar de plata para la catedral a la famosa orfebrería Pallarols, en el barrio de San Telmo.

No ha cogido nunca vacaciones, salía de Buenos Aires lo imprescindible y viajaba a Roma casi a regañadientes. Eso sí, cada año, en enero o febrero -el verano austral- desaparecía una semana o diez días. Era el tiempo que dedicaba solo a leer y escuchar música.