1. El Papa saluda a los fieles congregados en la plaza de San Pedro. :: REUTERS 2. Los cardenales observan a los fieles desde un balcón vaticano. :: M. ROSSI / REUTERS
Sociedad

EL POLVO DE LAS SANDALIAS

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Las circunstancias que han rodeado la celebración de este cónclave -renuncia previa del Pontífice en activo y afloramiento de todo tipo de desórdenes y corrupciones en el Vaticano y en el seno de la iglesia- han podido condicionar su desarrollo en dos aspectos de importancia. El primero, en el de la jerarquización de los problemas que hoy aquejan a la comunidad católica y el segundo, en el del perfil que se cree habría de tener quien asuma la responsabilidad de afrontarlos.

En este sentido, y por lo que respecta a la opinión pública, se ha insistido de manera muy especial, casi obsesiva, en la necesidad de dar con una persona a la que no le tiemble la mano a la hora de poner orden en unas estructuras de gobierno gravemente deterioradas. Ahora bien, si los cardenales se hubieran sometido, como la opinión pública, a este condicionamiento de las circunstancias, habrían elegido, en vez de a un Papa, a un secretario de Estado. A éste le corresponde, en efecto, y no a aquél, la solución de los citados problemas de gobernación, limitándose el papel del Pontífice en este punto a acertar en la designación de la persona idónea para el desempeño del cargo, así como a vigilar y estimular el cumplimiento de las directrices que él mismo decida impartirle de manera específica. Es de esperar, por tanto, que el colegio cardenalicio, a la hora de ejercer la elección, haya sido capaz de abstraerse de las circunstancias que han acaparado la atención de la opinión pública y acertado con el perfil del líder espiritual que la Iglesia católica necesita en los momentos actuales.

Porque, sin desdeñar en absoluto las cuestiones relativas a la gobernanza de la institución, hay otros problemas que afectan de manera por así decirlo más profunda y estructural al liderazgo espiritual que el nuevo Pontífice deberá ejercer de cara a los creyentes en un mundo profano y por lo general descreído. El espacio sólo me da para esbozar una idea.

La Iglesia, con el correr de los tiempos, ha ido incorporando a su ser una serie de modos de pensar y de actuar en los que ya no se distingue cuáles pertenecen a su naturaleza original y cuáles no son más que añadiduras accidentales y perfectamente prescindibles. Esta incorporación de rasgos por así llamarlos de aluvión, que sólo las circunstancias de orden histórico y contingente han convertido en connaturales, afecta tanto a cuestiones de moral como de fe. Muchos de esos rasgos incorporados a lo largo de la historia son los que le crean a la Iglesia dificultades añadidas en su tarea de adaptación a la diversidad cultural y a la pluralidad ideológica del mundo en que se halla implantada. Desde este punto de vista, una de las tareas más urgentes que debería ser capaz de asumir y llevar a cabo el nuevo Papa será la de sacudir de sus sandalias el polvo que se les ha ido adhiriendo a lo largo de los siglos.

Esto quiere decir, al margen de toda metáfora, que quien acaba de ser elegido habría de acometer una relectura de la Iglesia, y de su misión, a la luz del evangelio no oscurecida por el velo de la tradición, despojándolas de los perifollos de que han ido revistiéndose, hasta llegar a la desnudez de los conceptos básicos y universales que proclamó su fundador: el amor a todos los hombres y la defensa, entre ellos, de los más pobres y vulnerables.

No sería el primero en intentarlo. Lo hizo ya, a mediados del pasado siglo, el Papa Juan XXIII, cuya mayor aportación a la Iglesia no fue, en mi opinión, la convocatoria de un concilio renovador como el Vaticano II, sino la adopción de una actitud de compasiva cercanía hacia el ser humano y sus problemas que supuso una auténtica revolución en los comportamientos tradicionales del papado. Creo que el nuevo Papa será juzgado por este criterio. La elección del nombre, Francisco, parece significativo a este respecto.