Un retrato del presidente Hugo Chávez en la puerta de una casa de Caracas. :: TOMAS BRAVO / REUTERS
MUNDO

Caracas respira con la ley seca

La violencia de la capital hace un paréntesis y se impone una calma extraña en una ciudad en perpetuo alboroto

CARACAS. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

¿A qué huele Caracas? A motor de cuatro tiempos, dijo Cabel, que acababa de llegar a la ciudad desde su natal Punto Fijo, en la costa occidental. Su nariz aún no se acostumbra al vaho permanente y al enorme y viejo parque automovilístico, omnipresente en el valle donde se asienta la urbe venezolana. Cada año, el tráfico empeora. Se calcula que la velocidad media es de cinco kilómetros por hora.

La mezcla de carburante y aceite quemado es la colonia con que se perfuma una ciudad hermosa y maltratada. La belleza está oculta bajo una capa de deformidad, mugre y vergüenza. Caracas tiene casi seis millones de habitantes censados y 1.900 kilómetros cuadrados. Aunque las cifras son inciertas. El valle donde se asentó la ciudad primigenia en 1567 está rodeado de cerros conquistados por el aluvión de gente sin recursos que levantó o compró o alquiló alguna de las casas construidas sin orden, pero casi siempre con materiales nobles, en las laderas, a veces escarpadas, otras de descenso suave, que miran hacia el Ávila, la montaña que sirve de rosa de los vientos: mucho antes de que se inventase el GPS, cuando un caraqueño quería saber sus coordenadas aproximadas, alzaba la mirada y buscaba el Ávila, siempre en el norte. En este cerro de 2.900 metros de altitud, protegido por la ley (es parque nacional desde 1958) y el urbanismo (su lindero principal con la ciudad es una autovía aérea que une el este y el oeste en la cota 1.000, altura de la que toma su nombre), la flora lucha contra un historial de incendios que ocurren por decenas cada verano.

Ruido invasor

Me crié en esta ciudad. Llegué a Caracas cuando tenía cuatro años y mis primeros recuerdos están asociados a su luminosidad y al caótico serpenteo de sus calles. Y, de una forma más animal, a su olor. A 'plomo', como se le dice a la pólvora o a las balas. Desde la ventana de mi última residencia aquí podía observar la silueta completa del Ávila y, de noche, el collar de luces de la Cota Mil. Podía escuchar a mis vecinos. En su ruido convivíamos. La vista puede ser fácilmente engañada. Mirar hacia un lado, correr la cortina, fijar la mirada en el Ávila. Pero el oído es un sentido que permite la invasión. Los fines de semana el volumen se elevaba por encima de una bulla que parecía ruido blanco y se hacían nítidas las voces y la música. Predominaba el vallenato, originario de Colombia, y desde un rancho convertido en bar o discoteca, podía emitir a todo volumen desde el viernes por la noche hasta la madrugada del lunes. Sin parar. De forma invariable, adentrada la noche, sobre las voces se imponía el grito. La pelea, el dolor. Tengo grabados lamentos femeninos que lloran a un hijo. Pocas sirenas de la autoridad. Desde allí suelen ser los vecinos, como pueden, los que trasladan a los heridos hasta los hospitales. Y aprendí a distinguir el sonido seco del disparo del resonante de las pirotecnias. Cada fin de semana, la tragedia se colaba por mi ventana.

La muerte de Chávez ha traído la ley seca, que se dicta también en períodos previos a una elección. Nadie puede beber desde el día 6. Tampoco portar armas, en teoría, porque la gran cantidad de armamento en manos de la población no está registrada, ni quienes las portan tienen permiso alguno. Aunque también se han implantado medidas de luto visible: banderas a media asta en todos los edificios oficiales, residenciales y locales comerciales, cierre de escuelas e instituciones públicas, paralización bancaria.

No se ve, en la capital surcada por los barrios, gente compungida, más allá de la que se reúne alrededor de la capilla ardiente. Las calles están vacías. Hay una calma extraña en un lugar de perpetuo alboroto. El luto y la ley seca le dan un respiro. Hay menos ingresos en la morgue desde el día 6, cuando habían entrado 111 cadáveres en Bello Monte desde principios del mes. En estos días de fervor cuasirreligioso llegaron cuatro cuerpos más, como el de una mujer de 72 años, Leonidas de Pierronelli. Víctima «de una bala perdida» en la popular barriada de Catia, una de las excepciones en este paréntesis que durará no se sabe hasta cuándo.