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Un rey gaditano

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La Reina Isabel II le había encargado la colonización de las Marianas y en 1861, con excepción de las Palaos, el general Echagüe había cumplido dignamente su misión. Cuando le anunciaron que el rey de las islas que le faltaban por conquistar venía a rendirle vasallaje debió quedarse de piedra, sobre todo cuando le oyó expresarse en un perfecto castellano, y es que aquel hombre harapiento que se presentaba con título de rey y respondía al nombre de Antonio Triay y Montero, había nacido 26 años antes en el gaditanísimo barrio de El Pópulo.

Antonio no venía solo, le acompañaba Aulokopé, un niño de 12 años hijo del rey al que había sucedido y cuya educación le estaba encomendada en función de las costumbres de las islas. El chico tenía los cabellos tan largos como oscuros, piel aceitunada, facciones hermosas y lucía un taparrabos como única indumentaria. Antonio explicó al gobernador que llegó a las Palaos como segundo piloto de la goleta Carmen y fue abandonado en la isla por razones imprecisas relacionadas con el rencor del sobrecargo, siendo hecho prisionero una vez desaparecida la goleta. Durante los primeros años fue objeto constante de palizas, burlas y humillaciones, aunque sus conocimientos le permitieron mejorar poco a poco su situación y no tardó en ser elevado a la categoría de rey, en cuyo papel instruyó a los nativos en el respeto entre los hombres y les enseñó a cultivar los campos y a dominar los elementos. Cuando supo de la llegada de los españoles a las islas septentrionales decidió viajar a Manila y ofrecer sus islas a la corona a la que había servido siempre. Devuelto a España, la reina se sintió conmovida por su historia y premió su lealtad ascendiéndolo a oficial de la Armada y apadrinando a Aulokopé, al que puso por nombre Ignacio. En su nueva condición, Antonio ocupó destinos en Vigo y Pasajes, pero los años de exposición a la naturaleza le habían quebrado la salud y pidió volver a su Cádiz natal, donde vivió con Ignacio los últimos meses de su vida.

En mis paseos por la Caleta suelo encontrarla escrutando el horizonte con sus negros ojos soñadores, como si intuyera que más allá de los confines del mar pudiera encontrarse la respuesta que busca. Tiene el cabello negro como el azabache, la piel tostada por el sol y hermosas las facciones del rostro. Yo la llamo Ignacia y me gusta pensar que por sus venas corre sangre de príncipes.