Macrófagos
Actualizado: GuardarBien conocida es la teoría biológica que afirma que el proceso embrionario del ser humano, a partir de aquella primitiva criatura que apenas se diferencia de una diminuta larva acuática, constituye un completo recorrido por la filogénesis de nuestra especie. Del mismo modo, en el azaroso transcurso de nuestra vida, protagonizamos episodios en los que somos arrastrados a una instantánea regresión, no ya aquel estado primordial de pez o renacuajo, sino que de forma involuntaria reducimos nuestro comportamiento al de la más elemental forma vida del organismo que nos conforma: la célula.
La célula constituye el más palmario ejemplo de la lucha por la existencia a partir de un principio muy simple: alimentarse procurando no servir de alimento. También nosotros, al sentirnos mínimamente amenazados, reducimos nuestros complejos mecanismos intelectuales al comportamiento bioquímico de las células macrófagas. Sometemos a todos aquellos que nos rodean a un riguroso examen y, apenas detectamos en cualquiera de ellos algún rasgo diferenciador a modo de marcas químicas, pasamos a devorarlo antes de que nos devore.
La religión, la raza, la política y los nacionalismos, tal que pigmentos camaleónicos, han sido siempre indisimulables atributos que delatan de forma voraz al enemigo. Pero luego existe una larga serie de rasgos mucho más sutiles que nos presentan al otro como un rival frente al que sólo cabe la aniquilación.
A través de los diferentes medios informativos nos llegan a diario noticias de esta ciega actividad macrófaga que de tanto en tanto nos domina. La sangre fruto de las salvajes reyertas entre los seguidores de equipos rivales, el criminal enfrentamiento entre miembros de una misma familia, la discusión mortal que encuentra su origen en una mirada o un tono de voz indebido, el súbito altercado con aquel desconocido que entra en la disputa por una plaza de aparcamiento o el olor a pólvora en la linde objeto de querella de dos vecinos de toda la vida.
Tras millones de años de evolución, después del largo proceso que nos permitió caminar erguidos, una vez logramos recubrir la amígdala cerebral con esa capa de neuronas que hacen posible el nacimiento de un tratado filosófico o de una sublime sinfonía, aquel implacable mecanismo defensivo inserto en el código del organismo unicelular continúa imponiendo su ley.