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Acuíferos

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En esta vida todo tiene un precio. Cuanto mayor es el valor de aquello que obtenemos mayor es el pago que se nos exige. Se trata de una operación muy elemental. El descubrimiento del átomo fue uno de nuestros grandes pasos en el conocimiento de la materia y, de sus aplicaciones técnicas, la humanidad ha obtenido enormes frutos. Pagamos casi de inmediato, sin embargo, el precio de Hiroshima y Nagasaki, y sobre nuestras espaldas llevamos esa deuda pendiente de la que el sarcófago latente de Chernobyl se erige como amenazante recordatorio.

Qué duda cabe que la revolución Internet marca el inicio de otra de esas grandes etapas históricas del paso del hombre por este mundo, como en su día lo fueron el descubrimiento de América o la invención de la máquina de vapor. Las posibilidades de comunicación instantánea que permite suponen una impagable agilización de los intercambios comunicativos que están en la base de un desarrollo científico e intelectual impensable de otro modo. Desde las intervenciones quirúrgicas a distancia hasta las caídas de algunos regímenes totalitarios hace bien poco han de ser anotadas en su haber.

Pero también Internet tiene su precio. Y es tan elevado que resulta bastante probable que pueda estar ahí una de las claves tanto de la crisis económica que nos azota como de la imposibilidad de resolverla.

Los grandes traficantes de dinero se valen de la Red para crear un sistema subterráneo de canalizaciones por el cual fluyen los capitales a lo largo y ancho de todo el mundo, desde Wall Street o la City londinense hasta la isla de Yersey o las Caimán, y viceversa. La riqueza producida en cualquier rincón del Globo es rápidamente canalizada por este laberinto de tuberías digitales que burla las diferentes legislaciones internacionales, amparándose en el secretismo de los códigos binarios y las figuras fantasmales de los testaferros, hasta alcanzar los grandes embalses donde esperan no a ser invertida en proyectos productivos generadores de puestos de trabajo, sino al próximo movimiento de ingeniería financiera para continuar engordando.

El desvío de este gigantesco caudal de dinero cada vez mayor hacia los acuíferos subterráneos provoca una sequía cada vez más grave en los ciudadanos, las empresas, las entidades financieras y los propios Estados, cuyos gobiernos, acuciados por la necesidad, acaban siendo títeres en manos de quienes controlan las grandes balsas de riqueza.