Del sueño a la realidad
Es duro en la cancha de baloncesto, emociona con sus discursos y Bob Dylan le definió como «un personaje de ficción, pero real» El presidente renueva su mandato lejos de la fascinación de la 'Obamanía'
Actualizado: GuardarEl número 44 tiene más de cincuenta años y compite dos o tres veces por semana con enormes treintañeros en buena forma. Todos sus rivales han jugado a baloncesto en la universidad, incluso han llegado a ser profesionales. Chirrían las zapatillas sobre una instalación aleatoria del FBI en Washington. Sobre la cancha, hay una regla no escrita: «Si eres blando con él, no vuelves». El número 44 juega duro y por lo visto se concentra en labores secundarias: abre espacios, asiste, presiona, rebotea... Y no deja de hablar. Es el típico jugador concienciado: un tostón sudoroso dando instrucciones entre jadeos.
El número 44 es también el cuadragesimocuarto presidente de los Estados Unidos: el hombre más poderoso del mundo libre. Y ha ganado el Nobel de la Paz. Aunque eso no impide que en los partidos que organiza vaya con todo al choque. Hasta el punto de recibir codazos como el que en noviembre de 2010 hizo necesario que le diesen dieciséis puntos de sutura en la boca. El número 44 es competitivo, probablemente uno de esos hombres que solo identifican el paso del tiempo en la decadencia deportiva, y se resiste. Su íntimo amigo Martin Nesbitt asegura que está convencido de que puede ganarte incluso a los juegos a los que no sabe jugar.
Quizá fue esa mezcla de inconsciencia y seguridad descomunal en sí mismo lo que hizo que Barack Obama se presentase a las elecciones presidenciales de 2008. Apenas llevaba entonces dos años en el Senado. Era un político sin experiencia legislativa, un recién llegado a los pasillos de Washington. Y era un político negro. Lo era además de un modo extraño: hijo de un keniata talentoso y mujeriego y de una chica blanca de Kansas; natural de un paraíso del surf, Hawai, y no de un barrio duro de Detroit, licenciado en Harvard, con voz «de locutor de radio del Medio Oeste».
Obama era un intruso entre dos mundos, alguien que no estaba fabricado según «el molde habitual de los candidatos a presidente». Y desde luego lo supo aprovechar. David Remnick analiza en su minuciosa e impecable biografía 'El Puente' la ambivalente y decisiva importancia que tuvo el factor racial en la elección de Obama. Porque el candidato fue acosado por todos los flancos. Mientras muchos afroamericanos le llamaban despectivamente 'Mr. Harvard', su rival John McCain llegó a acusarle de hacer «racismo inverso».
Furia racial
Obama aprovechó la inercia, transformó los golpes en argumentos a su favor, le mostró al país que él era al mismo tiempo la evidencia y la solución de un mismo problema. Lo era en un plano simbólico, emocional. Solo un ejemplo. En marzo de 2008, en pleno proceso de primarias demócratas, la cadena ABC difundió unos sermones incendiarios de Jeremiah Wright, el que era conocido como 'el pastor de Obama'. Lleno de furia racial de la marca Malcolm X, el religioso llegaba a pedirle a Dios que maldijera a América. Fue un momento crítico para la candidatura de Obama. Dos días después, el futuro presidente dio un discurso en Filadelfia y abordó el asunto con una dialéctica que equivalía a un estilo: «No puedo repudiarlo, como no puedo repudiar a la comunidad negra. No puedo repudiarlo, como no puedo repudiar a mi abuela blanca, una mujer que ayudó a criarme y se sacrificó una y otra vez por mí, una mujer que me quiere más que a nada en el mundo, pero una mujer que una vez me confesó su miedo a los hombres negros con los que se cruzaba en la calle (...) Estas personas forman parte de mí. Y forman parte de Estados Unidos, el país que amo».
Obama trasladó el problema a su propia biografía y diluyó en su experiencia todo el antagonismo. Y funcionó. Joe Klein escribió en 'Time' que la tendencia de Obama a situarse a ambos lados de un mismo asunto parecía un «tic obsesivo-compulsivo». Sin embargo, el método era eficaz. El Obama candidato potenció la elevación de su biografía a una categoría cercana al mito. Y fijó allí el nivel. Era la concreción del sueño americano y su superación. Lo era hasta límites casi paródicos. No es que Obama hubiese viajado y conociese África, sino que tenía una abuelastra que vivía en el lago Victoria y solo hablaba swahili. No es que hubiese trabajado con las minorías de Chicago, es que tenía un primo que era un rabino afroamericano que lideraba en el South Side equipos de colaboración entre musulmanes y cristianos.
Y, sobre eso, Obama era brillante, nuevo, guapo, humilde, seguro de sí mismo, 'cool'. «Es como un personaje de ficción, pero real», dijo uno de sus votantes, Bob Dylan, sobre aquel hombre que el 20 de enero de 2009 juró el cargo de presidente de los Estados Unidos. Y tal vez sea la definición más certera que nunca se dio del primer Obama, un político que parecía una aleación de JFK y el Reverendo King, una acumulación de atractivo, honestidad e idealismo que consiguió que en el planeta entero se hablase de 'Obamanía'.
Sin embargo, todo ha cambiado tras cuatro años de durísimo mandato. Obama mantiene el buen aspecto físico, pero hay en él evidentes muestras de desgaste. Sus canas se han multiplicado. Y fíjense en sus ojos. Lo que le ha pasado es lo que le pasa a un sueño cuando se somete a la prueba de la realidad: comienzan a amontonarse las grietas, surgen los desperfectos. Impresionaba verle el pasado lunes cerrando la campaña en Iowa, el lugar donde hace cuatro años venció a Hillary Clinton y comenzó una carrera histórica hacia la Casa Blanca. Parecía que había pasado un siglo. Cansado, gris, sin voz, con los ojos húmedos, el presidente repitió ante los suyos una frase significativa: «Vosotros me conocéis».
Vieja magia
Fue una afirmación extraña, una petición de auxilio, una apelación a toda aquella vieja magia. Porque hoy todo el país conoce a Obama. La reelección nunca es una cuestión de confianza: el candidato no presenta sus intenciones, sino su gestión. Y la gestión es antisentimental. Ya no sirven las historias familiares y las construcciones simbólicas. Obama ya no es un cruce potencial entre Kennedy y King, sino algo mucho más real y concreto: el cuadragesimocuarto presidente, el que salió de Irak y no ha podido enderezar la economía ni reducir las tasa de paro; el líder que acabó con Bin Laden y no cerró Guantánamo; el gestor que rescató a la industria automovilística y no llevó a cabo la gran reforma migratoria que tantas veces prometió.
Da la sensación de que el más afectado por ese paso del sueño a la realidad ha sido el propio Obama. Cuatro años después, cualquiera puede entender que las expectativas eran desmesuradas, que nadie puede cambiar el mundo en un golpe de timón. Fue un error comenzar tan arriba, desde el mito. Y se diría que hay en Obama cierta fractura íntima, como si fuese él mismo quien se recordase que un día prometió «restaurar el sueño americano» y aportar «nuevas ideas, un nuevo liderazgo y una nueva política para un tiempo nuevo». Nada de eso parece haber llegado. El tiempo es viejo y hostil. Obama comenzó la campaña siendo otro de esos políticos que solo te hacen sentir bien «el día que le votaste».
¿Cómo digerir esa caída de las alturas? Impresiona calcular las cantidades de adulación y esperanza colectiva que se depositaron sobre los hombros de Obama. A ese respecto hay que señalar el papel de su mujer, Michelle. Quienes conocen la Casa Blanca aseguran que ella funciona como un sólido resorte de realismo. «A ver si alguna vez hace algo que merezca toda esta atención», cuentan que dijo cuando su marido fue nombrado senador y la todopoderosa Oprah Winfrey le señaló como «algo más que un político».
Quién iba a decir que lo que América le pide ahora a Obama es que no sea más que un político. Uno grande a poder ser, pero uno capaz de resolver problemas a ntes que de descubrir nuevos tiempos y restaurar viejos sueños. Agotada la edad de la fascinación, llegan los tiempos de la resistencia, el pragmatismo, la energia y la efectividad. Tal vez, después de todo, no se diferencie tanto la vida política de esa cancha de Washington donde se juega duro y no se esquivan los choques, donde a veces toca apretar los dientes y seguir adelante, con los huesos doloridos y la cabeza recién cosida, porque el partido continúa y quizás la próxima jugada sea la que comience a cambiarlo todo a nuestro favor.