Carrillo con la famosa peluca, tras ser detenido. :: R. C.
ESPAÑA

EL CARRILLO QUE FUE MI JEFE

PERIODISTA Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cuando entré a militar en el Partido Comunista de España, en 1974, Santiago Carrillo era un apestado, el enemigo número uno del tambaleante régimen franquista. Vivía entonces en París, proliferaban los rumores sobre presuntas incursiones suyas en el interior y la gente, que casi ni se atrevía a nombrarle, le atribuía un poder subterráneo que en realidad no poseía. Pero era verdad que el PCE, entonces, tenía gran influencia en la Universidad (en Derecho, un tal José Manuel Gómez Benítez, luego famoso por muchas cosas, era el responsable cuando yo estudiaba allí), en los colectivos profesionales, en las asociaciones de vecinos y, claro, en Comisiones Obreras. Y entre los periodistas el lector se sorprendería si aquí ofreciese la lista de quienes, como yo mismo, formaban parte de la fantasmagórica 'organización de prensa' del PCE, en la que quien suscribe integraba una célula supersecreta junto con una compañera de talante especialmente volcánico y hoy famosa y polémica televisiva. Ni ella, ni yo, ni casi ninguno, duramos demasiado tiempo en la estructura comunista tras la muerte de Franco: se abrían nuevas perspectivas y seguramente ninguno de nosotros era un comunista-comunista. Santiago Carrillo, tampoco.

Siempre pensé que él poco tenía que ver con aquellos a los que llamábamos 'zorrocotrocos' instalados en Moscú, a los que tuve la oportunidad de conocer cuando hacía un reportaje sobre aquel exilio para TVE. A los disidentes, como Fernando Claudín o Jorge Semprún, los eliminaban de las fotografías de grupo, de manera que en ellas se apreciaban algunas cabezas 'recortadas': habían dejado de existir para la historia y para la iconografía del partido.

Eurocomunismo

A Carrillo le atraía la idea de regresar a España, de ocupar alguna parcela de poder, de cooperar a la democratización del país; le gustaba el eurocomunismo de Enrico Berlinguer y le gustaba mucho menos el comunismo neoestalinista del portugués Álvaro Cunhal o el del francés Robert Hué. Un día le fui a visitar a su exilio parisino (en realidad, me citó en un 'bistrot': no podía romper su clandestinidad con un novato como yo), para comunicarle algunas incorporaciones notorias al PCE/prensa. Se paró en el nombre de un famoso columnista y escritor: «¿Ese? Pero si ese es de Emilio Romero», me dijo. Le convencí pronto de que el tal era un demócrata sincero.

Siempre pensé que Carrillo había nacido para hacer lo que hizo, y déjenme en paz de alusiones a Paracuellos o a una guerra civil de la que nadie quiere, espero, acordarse: había nacido para escribir aquel 'Después de Franco, qué', una profecía en forma de libro en la que no daba ni una, y para ponerse manos a la obra con los suaristas 'azules', en especial con Rodolfo Martín Villa, sobre una transición a la democracia olvidando programas de máximos, aspiraciones republicanas, yugos, flechas, hoces y martillos. Creo que tanto Martín Villa como Carrillo, que me parece que pactaron hasta la detención con la famosa peluca con la que le metió en España Teodulfo Lagunero, son, en realidad, los que implementaron la Transición.

Luego, ya se sabe, Carrillo dejó de ser miembro de un PCE que andaba como a la deriva con secretarios generales cada vez más dogmáticos y menos flexibles, empeñados en matar al padre. Yo creo, a través de lo -nunca bastante- que hablé en los últimos años con él, que Santiago Carrillo era el más monárquico de los monárquicos.

El último cigarrillo

Nunca olvidó lo que Don Juan Carlos hizo por España en aquella noche del 23 de febrero de 1981, cuando el loco exteniente coronel Tejero tomó el Congreso de los Diputados, y él y su amigo Suárez, junto con su admirado teniente general Gutiérrez Mellado, fueron los únicos que desobedecieron la orden de tirarse al suelo. «Sabía que aquella noche me matarían; por eso me fumé el que yo creía que iba a ser mi último cigarrillo en el escaño», me dijo luego Carrillo, con la sonrisa de medio lado, sardónica, de siempre, y el Peter Stuyvesant colgándole del labio. No le hubiese importado morir aquella noche tremenda, a cambio de ocupar una página gloriosa en los calendarios.

Mantuve con él una relación lejana toda la vida: no era fácil tratar con Carrillo. Pero me ayudó en la búsqueda de material para algunos libros, siempre me siguió con su imperturbable curiosidad intelectual y, cuando le decías, ya había cumplido los noventa, «Santiago qué bien estás», respondía siempre que era el tabaco lo que le mantenía y, a continuación, te citaba aquello de Picasso de que 'cuando eres joven, eres joven para toda la vida'. No cambió nunca en los más de treinta años en los que le conocí: pese a que aparentemente se reía de su fealdad, era, en el fondo, un presumido, que, cuando apareció en una rueda de prensa clandestina en Madrid, comienzos de 1977, lamentaba haber salido fotografiado con un peine asomándole en el bolsillo superior de la chaqueta: «habrán pensado que soy un hortera», nos dijo.

Creo que Carrillo ha muerto, en el sentido picasiano, ya digo, joven. Ha escrito muchos libros de memorias, pero seguro que se ha callado lo más interesante. o lo más comprometido. O lo más pactado (Dios mío, cuántos secretos se han ido con él, cuántas anécdotas se podrían contar sobre su persona y sus circunstancias; le han sobrevivido pocos contemporáneos). Se nos marcha un pedazo de Historia, de esa Historia con mayúscula que protagonizan solamente algunos elegidos de esos dioses en los que él se empeñaba, contra la evidencia, en no creer. Una de esas personas que dejan un hueco, y vaya hueco, cuando se marchan.