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Agujero negro

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Existen heridas que duelen más a quienes las contemplan que a quien las padece. El inmenso patrimonio artístico de la Iglesia católica es hoy día un organismo enfermo, plagado de graves ulceraciones que se manifiestan impúdicamente, sin que quienes se arrogan de su propiedad manifiesten la capacidad o el interés necesario por mantener aquello que de forma generosa recibieron durante siglos. A los actuales gestores de esta milenaria institución se les olvida que el placer que las obras de arte procuran a quienes las contemplan no consta en los registros de la propiedad.

El estado de conservación de sus numerosos edificios en Medina Sidonia, que son los que más a la vista tengo, es alarmante, pero el caso de la iglesia conventual de San Agustín resulta especialmente sangrante. En condiciones calamitosas desde hace ya décadas, las lluvias de uno de los pasados inviernos acabaron por perforar su cubierta de tejas dejando un vergonzoso agujero en su techumbre. El desplome de la bóveda de piedra que soporta el peso de esos escombros será el siguiente paso. Ante tal panorama, la administración eclesiástica continúa muda y de brazos cruzados. Mejor que Ella nadie para soportar con cristiana resignación las inclemencias de los cielos y los tiempos.

Me hablan, tanto los particulares como los gestores políticos que intentan cortar esa hemorragia, de la dureza de tratar con un organismo tan intransigente y cerrado. Tenemos sobrados ejemplos de cómo sus ministros, en defensa de sus derechos, saben valerse de los mecanismos democráticos (a lo que nada se debe objetar) pero sin atenerse, en lo que a ellos les atañe, a estos mismos mecanismos, cosa que ya no tiene perdón de Dios.

En pleno siglo XXI la Iglesia católica continúa siendo una organización opaca que, en el mantenimiento de un secretismo de corte medieval, devora todo atisbo de luz. Un agujero negro tan impresentable como el que exhibe la techumbre del templo de San Agustín.