Rebelde y atractivo, Gould fue el James Dean del piano. :: R. C.
Sociedad

Glenn Gould, genio puro y estrambótico

Se rescatan las grabaciones del pianista 30 años después de su muerte y 80 de su nacimiento

MADRID. Actualizado: Guardar
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Su genio fue tan potente como extraño. Tanto, que jamás domeñó las excentricidades que se sobrepusieron a su inusual talento. Glenn Gould, para muchos el mejor pianista del siglo XX, fue sin duda el más estrambótico. Su interpretación de las variaciones Goldberg de Bach, la prueba de fuego del genio pianístico, no tiene parangón. 80 años después de su nacimiento y 30 después de su temprana muerte, no decae la admiración que genera Gould, un pianista alucinante y un ser alucinado, atrapado en sus obsesiones. La multinacional Sony reedita sus míticas grabaciónes de las variaciones, de 1955 y 1981, junto a los más de 60 memorables registros del legendario y extravagante pianista canadiense nacido en Toronto en 1932, donde falleció en 1982.

Quienes le vieron en alguno de sus escasos conciertos jamás olvidarán la atormentada postura que Gould adoptaba frente al piano. Desdeñaba las habituales banquetas regulables y optaba por una destartalada y paticorta silla construida por su padre sobre la que encogía como si fuera víctima de de un insoportable dolor de tripas. Renegaba de la petulancia y los gestos elegantes tan propios de sus colegas. Con el asiento inusualmente bajo y la barbilla peligrosamente cerca del teclado, la magia que obraban sus dedos parecía milagrosa.

«Lo que ocurre entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto privado que no le importa a nadie», respondió con su proverbial mal humor a Jonathan Cott, periodista y biógrafo que le preguntó en 1974 por las razones de su antinatural y excéntrica postura ante el teclado.

Abrigo y mitones

No era, ni mucho menos, la única excentricidad de un tipo raro donde los haya. Con su físico agraciado y su rebeldía, este James Dean del piano tragaba a duras penas con el frac preceptivo en las grandes salas de concierto. Le importaba un bledo el elegante atavío. Lucía de mala gana y con machadiano torpe aliño indumentario un frac arrugado y casi siempre oculto en su entrada al escenario bajo un abrigo y una o varias bufandas incluso en verano. En las manos unos mitones que parecían recién rescatados de la basura. Antes de cada concierto sometía sus manos a un insólito y terapéutico remojo de al menos veinte minutos. Tan maniático como Howard Hughes en sus días terminales, Gould evitaba el contacto físico con sus semejantes. Estrechar manos era para Goluld una barrera infranqueable.

No resulta extraño que mandara a paseo las salas de concierto en cuanto pudo permitírselo. «El concierto ha muerto», proclamó tras interpretar a Beethoven en Chicago. Halló refugio en los herméticos y confortables estudios de grabación que convertía en búnkeres a salvo de semejantes y murmullos. Aislado del mundo, se ensimismaba en sus interpretaciones de Bach, Schönberg, Sibelius, Hindemith y acaso el Strauss más tardío. A menudo canturreaba mientras tocaba, como constatan algunas grabaciones.

Su inopinada retirada de los escenarios, en la cima y con solo 32 años, y su prematura muerte con 50 agigantaron la leyenda del estrafalario pianista, que, según el mismo explicó, se negaba a participar «del juego competitivo al que se somete cualquier virtuosismo exhibicionista». Su leyenda comenzó en la infancia. Con 14 años era solista de la sinfónica de Toronto. Con 25 estaba consagrado y se lo rifaban las mejores salas y orquestas del mundo. Fue el primer pianista americano invitado a tocar en la extinta Unión Soviética tras la II Guerra Mundial.

Asperger

Una infección mal tratada causó el derrame cerebral que acabó con su vida el 4 de octubre de 1982, días después de su cumpleaños. Las alarmas no se dispararon. Gould, abstemio y no fumador, viajero solitario al helado Gran Norte, llevaba años padeciendo jaquecas, afecciones respiratorias y otros males reales o imaginaros que trataba con la ingesta compulsiva de medicamentos.

Peter Ostwald, su psiquiatra, aclaró que su compleja personalidad tenía muchos rasgos propios del síndrome de Asperger, variante del autismo en la que una sensibilidad extraordinaria y una acentuada fobia social conviven con la conversión en obsesiones de los actos más rutinarios. Su atrabiliaria vida ha sido desmenuzada por Kevin Bazzana, autor de 'Vida y arte de Glenn Gould' (Turner), y en 'Conversaciones con Glenn Gloud', de Jonathan Cott (Global Rythm, sello que también publicó la correspondencia del pianista).