Razón y crítica de lo vulgar
ESCRITOR Y MÉDICO Actualizado: GuardarLa posmodernidad parió a la vulgaridad. En la época premoderna se aceptaban criterios de desigualdad: genealogías, castas, estamentos, credos, ideologías, etnias, clases sociales, educación, prestigio intelectual y moral. La cultura tenía fundamentos metafísicos y los hombres no todos eran tenidos por iguales.
Todo saltó por los aires cuando de la mano de la finitud y la igualdad llegamos a la democracia. Se borraron las fronteras entre lo culto y lo inculto, lo digno y lo indigno, entre el vulgo y la elite. La democracia comenzó a dar culto al subjetivismo y dio cobijo desde un principio a la vulgaridad. Pero no nos equivoquemos, la vulgaridad fue el final de un largo y costoso proceso de un nuevo hombre, el posmoderno, que llevaba a sus últimas consecuencias la universalización de los derechos de todo ser humano, perteneciera o no al vulgo. El legado de aquella conquista fue el espectáculo de una liberación masiva de la individualidad por encima de cualquiera otra consideración. Se comenzó a defender el derecho a la vida de cualquier tipo de espontaneidad, por tener a la individualidad como valor supremo. Son muchos los que defendieron que tenía el mismo derecho a existir la vulgaridad como los más elevados productos culturales, porque en el fondo tenían la misma dignidad. Toda la conquista del hombre posmoderno como garante de la defensa de la convivencia con la vulgaridad se puede resumir en la sentencia del pensador Javier Goma: «Llamo vulgaridad a la categoría que otorga valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo».
El subjetivismo y la vulgaridad son para muchos pensadores el producto de la lucha por la liberación del hombre occidental durante los tres últimos siglos. La crítica nihilista, a partir de fines del XIX, deslegitimó las costumbres, las creencias colectivas (en especial la religión y el patriotismo y las ideologías, derribando el sacrosanto principio de autoridad (el padre, el profesional, el maestro, el dirigente político, el sacerdote etc.), que funcionaba como eje en torno al cual giraba toda la rueda social.
El yo fue descubierto como una totalidad subjetiva y que no se dejaba asimilar, como antes, a una función social. Surgió un concepto de subjetividad que se identificó con la extravagancia-libertad sin límites, originalidad, espontaneidad, rebeldía y exaltación de la diferencia. Lo que caracterizó más profundamente la vulgaridad originaria fue el sentimiento de igualación de cada miembro dentro de la masa del vulgo: todos idénticos en su pretensión de ser únicos.
Lo vulgar comenzó a ser plato de un menú diario para demasiadas personas. Muchos comenzaron a tener la tentación, y en algunas ocasiones casi la pulsión, de comenzar a imponer su criterio y su nuevo orden. Lo resumió de forma magistral Ortega y Gasset: «Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera».
La realidad actual nos desvela a una nueva persona vulgar que se caracteriza por una especial locuacidad y por afrontar las situaciones con una mezcla de confianza y desprecio, que se traduce en una excesiva familiaridad en el trato con todas las personas y todas las situaciones.
La crisis en la educación, el laberinto en el que se encuentra el hecho cultural y la irrupción de los medios de masas, han facilitado que la vulgaridad haya adquirido un papel demasiado relevante en la sociedad. Con diferentes ropajes, ora como personaje de la telebasura, ora como revolucionario con pañoleta a cuadros, o como profesional de la política con coche oficial y despacho con moqueta, han convertido en asunto menor lo que hace grandes a los hombres. Una sociedad de hombres vulgares es una sociedad empequeñecida y limitada.
El hombre adquiere sus contornos auténticos no en la vulgaridad, sino en los que le procura la dignidad y la libertad. La vulgaridad no entiende la dignidad, porque no comprende que ésta puede acrecentarse con el ejercicio de la virtud, y atenta contra la libertad porque la ejerce de una forma no cívica y justa. Los ciudadanos vulgares liberados, pero no libres, asientan sus personalidades sobre sus instintos reiteradamente afirmados y sus conductas desinhibidas con el deber.
Chesterton acertó explicando que «la mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta». Esa debe ser nuestra nueva tarea, poner en valor lo que engrandece al hombre y criticar lo vulgar.