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Perdemos todos

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Nos hemos habituado a vivir en afrenta permanente, el desafiante ¿váaleee.? del engendro televisivo de las sobremesas y el contundente ¡eso es lo que hay! rigen y condicionan nuestras relaciones sociales más inmediatas. El modelo y la pauta conductual que sibilinamente nos sugieren se sustenta en la intransigencia, la arrogancia y la chulería más chabacana. Miméticamente estamos convirtiendo la cotidiana existencia en una confrontación a brazo partido, sin líneas rojas e incluso sin reglas del juego, donde la convivencia y la sana vecindad importan menos que la arrogante defensa de la propia imagen, aún a costa de malparar la dignidad ajena. A menudo reforzamos nuestro proceder y tratamos de legitimar el visceral comportamiento invocando a la libertad de expresión. Todo vale con tal de que nada se quede dentro. La borrachera de autoestima nos ciega y endurece frente al daño que somos capaces de ocasionar. Sin embargo, si legítima es la defensa de las ideas, como visiones específicas de una misma realidad, nunca debieran estar justificados la insidia y el descrédito social hacia quienes defienden otras para imponer las nuestras. Las redes sociales, concebidas para la comunicación y el desarrollo, se mutan con semejante aptitud en eficaces armas de destrucción individual y colectiva. Un leve clic pone en marcha toda la pesada artillería y nuevos realitys 'basura' emergen por cada rincón, grupo de amigos, barrio o ciudad. La cultura del desencuentro se instala entre nosotros, contribuyendo a vilipendiar sin contemplación alguna a quiénes pregonan el diálogo y la cohesión como bases para el progreso de comunidades y pueblos.

Y mientras permanecemos embebidos en estos menesteres, nuestros ilustres representantes se ocupan en pergeñar nuevas formas y maneras de perpetuarse. Ellos -tampoco ajenos a los procederes y valores que nos dominan- también defienden su privilegiada condición a base de sombrear méritos ajenos y de magnificar e inventar incluso los propios. Más que coadyuvar al bienestar general ponen palos a las ruedas del contrario. Y van así malográndose proyectos que sin la menor duda hubiesen contribuido a revitalizar económica y socialmente zonas de la ciudad históricamente maltratadas. Una nueva muestra de ello es el Albergue Juvenil de Cádiz que la Junta iba a construir en el paseo marítimo de Puntales. Tras más de una década de complejas y laberínticas gestiones, de activa e ilusionada espera ciudadana el proyectado equipamiento, de momento, ya no verá la luz. Todos hemos perdido.