Partidos, Constitución y crisis social
CATEDRÁTICO DE DERECHO POLÍTICO Actualizado: GuardarNuestra vigente Constitución, a la hora de regular la participación de los ciudadanos en política, especifica, sin ningún tipo de preferencia, que tal derecho a participar puede hacerse directamente o a través de representantes elegidos por sufragio universal. No se menciona la palabra partido. Y durante gran parte del discurso constituyente se discutió sobre la bondad o maldad de cada una de estas formas. Como es sabido, y con alguna intervención disuasoria como la varias veces repetida de Fraga, acabó triunfante la vía de la representación parlamentaria a través de los partidos políticos. No resulta nada extraño deducir razones para ello: desde el peso histórico de muchos años de prohibición, hasta el papel fundamental que los partidos habían tenido en el proceso constituyente. De aquí la redacción, auténticamente triunfante y solemne, del artículo seis del texto constitucional. Los partidos «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». En ninguna otra Constitución vigente es posible encontrar un énfasis similar a la hora de esta regulación.
Estamos en la hegemonía contenida en nuestra Constitución. De esta hegemonía deriva todo lo contrario para la participación ciudadana directa o semidirecta. No podemos más que limitarnos a citar las vías: derecho de petición a las Cámaras, raquítica regulación del referéndum consultivo y hasta negatoria para instar (¡solamente instar!) una reforma constitucional (curiosamente, la forma usada para su aprobación). Nos movemos, hasta ahora, en el contenido de nuestra Constitución. No son escasas las vías en las cuales la Constitución remite a las Cortes la elección de políticos o de figuras jurídicas (miembros del Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, etc.). Pero lo que no hace nuestra Ley de Leyes es hablar de 'cuotas', es decir, reparto sin discusión de aquello que corresponde a cada partido, según su número de diputados o según acuerdos más o menos sólidos entre dos fuerzas o más.
Hay que ir más allá. Se quiera o no, la persona propuesta por tal o cual partido siempre dependerá de las insinuaciones del mismo, por mucha independencia que se predique. Lo que debiera ser decisivo es el currículum de las personas a proponer. Su idoneidad y competencia, tal como ocurre en otras muchas naciones. Esto daría independencia y, a la vez, reforzaría la imagen de valoración social de todos estos pasos. Lo contrario es la intrínseca disfuncionalidad del sistema de reparto de cuotas. Claro está que, tal como se constituyen nuestro Congreso y Senado, el remedio a este mal tiene que venir directamente de los mismos partidos. Y no parece que vayan por ahí las cosas.
Por otra parte, la práctica de la disciplina de grupo está asestando al Parlamento una de las consecuencias que, desde todos los puntos de vista, están acabando con la principal misión del 'locus'. En principio, el Parlamento, en cuanto órgano fundamental donde radican los representante elegidos por sufragio universal, y, por ello, la representación institucional de la soberanía nacional, tiene como función principal la de debatir hasta encontrar la verdad política. Esa verdad puede conseguirse de muchas formas y todas ellas, en los países democráticos, dependen de la relatividad, de lo que los griegos llamaban 'doxa', de lo opinable. No hace falta añadir que el mecanismo de los regímenes autoritarios y totalitarios es un camino bien distinto: la verdad está ya definida y la Asamblea únicamente tiene que ratificarla.
Pues bien, en la mayoría de los llamados Estados de Partidos esta labor de discusión y búsqueda de la verdad viene ya, en la mayoría de los casos, definida y condensada por algo previo al debate. Por la imposición de lo acordado por el grupo parlamentario. Como única fuerza dominante, si tiene mayoría en la Cámara; por el resultado de previos acuerdos con otras fuerzas, si no posee esa mayoría absoluta. Entonces, la posterior intervención de otros partidos tiene únicamente el sentido de una presencia que puede ser útil en el terreno político o en el futuro. Pero allí, en el instante que nos sitúa, no habrá más discusión que los flecos que haya querido dejar el partido hegemónico.
Esto nos conduce a la cita de la llamada 'disciplina de voto'. Fijada de antemano, por un sistema u otro (incluso por el congreso o asamblea del propio partido), la conducta a seguir en las votaciones ya está prevista antes de que empiece el debate. Esto tiene algo de tristeza, pero, según no pocos expertos, no hay otro camino para hacer valer la fuerza del partido en cuestión.
Como puede deducirse de lo dicho, en la actualidad, sobre todo tras la famosa crisis del factor ideológico, los partidos tienen como objetivo fundamental el de 'cogerlo todo'. Con programas electorales pensados, por sus contenidos o por sus silencios. Todos pueden estar presentes al comienzo. Luego, la escasez democrática de la estructura interna (por cierto, requerida por el mismo texto constitucional) conducirá a la aparición de líderes o de militantes con influencias. También, en algunos casos, a no previstas escisiones. Y cuando el partido quiere estar en todas partes (órganos rectores de lo que sea), con toda la carga de ausencias que hemos apuntado, es cuando el ciudadano normal y corriente experimenta un cierto grado de pesimismo que no es bueno para el sistema.