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Rastrojos

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El domingo 12, al regresar desde Bilbao, pude ver a la altura de Burgos un campo donde se alineaban rastrojos tan perfectamente conectados entre sí, que hacían pensar en la inminencia de un fuego que podría desencadenarse con la llama de un cigarro. Formaban regueros que recordaban a los carruseles de fichas de dominó que caen una tras otra por miles formando figuras.

Desde el tren se podía predecir un fuego de minutos, quizá fuera de la ley, puesto que las dispares legislaciones autonómicas a veces coinciden, y prohíben quemar rastrojos desde el 1 de junio al 15 de octubre. En los casos permitidos, se requiere autorización o comunicación, además de un horario que asegure concluir la quema con luz del día.

Daba igual, porque el viento no iba a permitir mantener esos regueros conectados más de un día o dos, por lo que se podía presumir que la quema era inminente y muy probablemente ilegal. Supongo que a estas alturas ya habrán ardido esos rastrojos y otros en los campos de toda España.

Mientras tanto, coincide el final de las rebajas y el de la era del IVA reducido con unas semanas en las que la tierra está ardiendo por miles de hectáreas forestales. A ello se ha sumado este año la pérdida de parte del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera, y hasta ahora, de la vida de 3 personas que combatían el fuego.

La única planta que ardió sin consumirse fue la zarza ardiente de Moisés, cuando cerca del Sinaí, Dios se le apareció en forma de fuego y le encomendó la tarea que daría sentido a su vida: sacar a su pueblo de Egipto y llevarlos hacia la tierra prometida.

Todas las demás se consumen y mueren, y con ellas los animales que en ellas se hospedan, el espacio natural en el que se encuentran, y el suelo como soporte para la vida. Mientras tanto, se regatean hidroaviones, se pone en evidencia que el Estado no es capaz de socorrer una parte de su territorio, y se dan muestras de impotencia que comprometen la defensa nacional. No sé si será una cuestión de falta de organización o más probablemente de raquitismo presupuestario que se ha convertido en nuestra enfermedad crónica más acuciante.

Entre tanto, no deja de venirme a la cabeza: ¿Cuánto bosque debe arder para que se cambien las tornas? ¿Cuántos rastrojos están esperando una llama?