Tribuna

Morir de perfección

MÉDICO Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Imágenes blanquinegras del Nodo con voz lisonjera de Matías Prats. Torea una gran figura de las de antes, de las que todos admiran y casi nadie ha visto. Si se le puede llamar toreo a tres derechazos deslavazados, cuatro pases por alto y un repertorio de adornos y remates que no coronan nada de verdadera enjundia. Imperfecto, pero sabroso. El toro es escurrido, cornicorto y degollado. Eso sí, con una embestida, si no ortodoxamente brava, al menos iracunda, de animal hostigado. La embestida de una fiera, con sus dificultades y su desazón.

Eso que ocurría en el ruedo, el aficionado de hoy lo contempla en imágenes añosas con fruición nostálgica. Ha oído contar maravillas de los tiempos pasados, esos en que los toreros eran gladiadores o artistas, y los toros fieras indomeñables. Tiene metido en sus entrañas de aficionado que todo lo bueno del toreo había ocurrido entonces, lo mismo si se habla de toros que de toreros o de monosabios. Y cuando ve las imágenes en blanco y negro se le pone cara de desconcierto. ¿Y esta es la maravilla de los tiempos pasados?

Pero otra realidad captan las cámaras: el público en los tendidos. Se ve al campesino de rostro esculpido por el solano. Media vida de imaginar y soñar al ídolo allá en el pueblo, y de pronto, helo ahí, en carne mortal. Se ven señores de traje claro y pañuelo a juego. Y aquel otro de bigotito y gafas negras a lo Pipo o Manolete. Todos, de ciudad o de aldea, fundidos en el mismo magma: la ilusión. La brillantez del toreo de antes estaba no sólo en su calidad per se, también en la ilusión del público. No existía la televisión que hoy te enseña el ojo del toro o el sudor del torero. No dejarse ver en ella, hacerse desear, es parte del éxito de José Tomás. El ansia de los antiguos por presenciar una corrida es lo que les hacía verlas mejor de lo que eran: premiaban con orejas faenas que hoy se pitarían.

¿Y el presente? Los toreros aprenden a torear divinamente en las escuelas de tauromaquia: todos terminan toreando igual. E igual de bien. Los toros, por su parte, más bellos que nunca, nacen con la lección aprendida de lo que deben o no deben hacer . Sus criadores, gracias a la genética y al ordenador, han conseguido un toro que casi le pregunta al torero o al crítico: ¿lo estoy haciendo bien, llevo mi hocico a los centímetros del suelo requeridos, mi cabeza va lo fija en el engaño que debe ir y se advierte que mi intención es colaborar a la perfección del pase? Desde luego, con esa predisposición del animal está tan garantizada la pulcritud de las series como el aburrimiento del respetable. Un respetable que, embotado de perfección fría y homogénea, ni dice ole ni pide orejas.

Una vez le leí a un reputado ganadero esta frase tremenda: «Busco criar un toro que no quiera coger al torero». Pues que alguien le diga, como Valle Inclán a Echegaray, que eso no es un toro, eso es un paraguas. O una monja clarisa. Pero no, criando toros así, usted se pondrá las botas y se regalará sus oídos con eso que ahora dicen los entendidos: que sus toros han embestido con clase, con nobleza. Porque lo inherente al toro actual no es la fiereza ni la emoción de su acometida. Es la clase. Y al toro que no sea educado, que no humille, que parezca darse por enterado de que junto al trapo hay un hombre, los críticos y el picador lo castigarán severamente.

Lo perfecto, por definición, es lo acabado, la meta final. Pero es que se disfruta más del camino que de la llegada. Son leyes del alma humana a las que no es ajena una cosa para algunos tan inhumana como el toreo. No le demos más vueltas al declive de las corridas. Incluso intelectuales de fuste aburren con sus pláticas cansinas. Cuanto más ilustres, más ciegos a veces en sus diagnósticos y tratamientos. Para explicar la delicada situación de la Fiesta, son de más ayuda Solón o Epicuro, con sus ideas sobre el deseo y la saturación, que el machaconeo con Ortega y Hemingway. El drama del toreo es que se torea mejor que nunca y los toros embisten de ensueño. Pero esa perfección es la antesala del morir.