El señor X y el camello
De las ocurrencias derivadas del hecho de heredar un camello, así como de su explotación mercantil
Actualizado: GuardarEl señor X -digamos- heredó de su tío abuelo un camello que su pariente se había traído de Mongolia en un arrebato de exotismo. «Un camello no es lo mejor que puede heredarse», pensó. Pero pensó también que peor resulta no heredar nada. De manera que se hizo cargo del camello, aunque sin tener muy claro qué uso darle, pues no son idóneas las ciudades modernas para el desplazamiento en camello, excepción hecha de la tarde de la cabalgata de Reyes. «¿Qué hago yo contigo?», le preguntaba cada día el señor X a su camello, que se limitaba a mirarle con esa expresión de caballo harto de porros que tienen los camellos.
Dado que el camello era dócil, el señor X invitaba a los niños del vecindario a darse una vuelta sobre el animal. Y ahí adivinó un conato de negocio, de modo que pasó a cobrarles un euro por vuelta. Se trataba de un negocio a tiempo parcial, ya que con la clientela infantil solo podía contarse en horas no lectivas, así que el señor X decidió buscarle al camello una ocupación rentable para el tiempo restante, que era mucho, y ya se sabe que a los camellos no les viene bien el sedentarismo, al ser cabalgaduras propias de nómadas. El señor X se puso al habla con el propietario de un circo. «¿Qué sabe hacer su camello?», le preguntó el empresario circense. «Pues lo mismo que todos los camellos», le respondió el señor X, indignado ante el hecho de que el dueño del circo alimentara la ilusión de que un camello disponga de habilidades extraordinarias, siendo ya de por sí extraordinario el hecho de ser camello en un país del que la especie no es autóctona. «Los camellos se enseñan y ya está. ¿No le parece demasiado raro un camello como para pretender que además haga monerías y acrobacias?», y con esos argumentos convenció al empresario del Gran Circo Holandés, con domicilio fiscal en Huesca, que contrató los servicios del camello para las funciones de sábados y domingos, con lo cual los niños se vieron obligados a renunciar a sus paseos de fin de semana y el señor X, por su parte, se vio obligado a renunciar a una parte de los ingresos derivados de su clientela infantil. Los padres de los niños protestaron con pancartas ante la casa del señor X: «Queremos el camello para nuestros hijos». Tampoco faltó la protesta de una asociación animalista: «No a la explotación de los camellos». Tras mucho meditar, el señor X decidió comprarse otro camello. Como el negocio iba bien, al poco compró media docena de camellos, base de un negocio denominado Camello Tours, dedicado a pasear a los turistas por el sistema dunar de la playa, tan similar a un desierto. Aquello funcionó durante años. El señor X murió y dejó en herencia su cuadra de camellos a un sobrino suyo, que vendió los camellos para dedicarse a la política. «¿Cómo has podido dejar un negocio tan rentable?», le preguntaban sus allegados. Y él contestaba: «Para seguir jorobando». Y ya está.