Javier Anso
Actualizado: GuardarAsí, que en los Marianistas de Cádiz.» reflexionaba suspicazmente en voz alta el director leyendo el escueto curriculum que tenía sobre la mesa de un gaditano de diecisiete años que optaba a entrar en su colegio mayor. Su asiento daba la espalda a una gran estantería repleta de libros desde el techo hasta el suelo y de una pared a otra en la que ya había observado nada más entrar en su despacho los lomos de algunos de ellos: biografías de Mao, o de Karl Marx. Me daba la impresión que este primer comentario era sólo una forma de tomar carrerilla para lo que venía. «A ver, cuéntame, ¿qué es lo que te han enseñado los curas?». Un sentimiento de culpa me recorrió todo el cuerpo en ese momento sin saber qué responder ante una pregunta tan capciosa. Aparte de escuchar a los Stones, a Extremoduro y a beber tinto de verano, los curas me habían enseñado todo lo que sabía. No había conocido otros desde los seis años. Desde luego esta no fue mi respuesta. De hecho, no me acuerdo de la respuesta sino de la pregunta.
Esta semana al enterarme de la marcha de Javier Anso, director de San Felipe Neri, volvió a mi cabeza la pregunta del director de aquél colegio mayor en el que fui entrevistado en el verano del 93. A Javier lo he conocido gracias a nuestra común pertenencia al Ateneo de Cádiz. En los últimos años, ambos hemos acudido fielmente a las comidas de Navidad que la Junta Directiva organiza en el Casino Gaditano. Él, sin saberlo, se sentaba a mi lado. No por casualidad sino, más bien, porque yo siempre buscaba su protectora compañía y su amena conversación.
Javier en sus comentarios y en sus columnas en prensa demuestra un talante abierto a la sociedad y un profundo conocimiento de la condición humana. Javier es, era, como he leído esta semana, un lujo para Cádiz, un ciudadano ejemplar y comprometido con la ciudad. Se le echará de menos porque son personas como él las que hacen falta para conocernos a nosotros mismos y saber quiénes somos y el lugar que ocupamos en el mundo.
Javier Anso, con su presencia en Cádiz y en el Ateneo, devolvió en mí ese enterrado orgullo de haber pertenecido a un colegio de curas, de marianistas, que aquél director- entrevistador pisoteó fácilmente en el verano del 93.