Tribuna

¿Nos representan?

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Hace ahora un año que un nutrido grupo de jóvenes -y también otros no tan jóvenes- salió a la calle para gritar aquello de ¡no nos representan! Como negación, quizás la rotundidad de esta idea resulte excesiva, pero, sin embargo, planteada interrogativamente, la cuestión sí me parece pertinente: ¿nos representan?

Es conocida la advertencia de Unamuno sobre la evolución de la política hacia el espectáculo y el horror creciente que sintió, a lo largo de su vida, ante la posibilidad de tomar parte en mítines políticos. Cada vez que se acercan unas elecciones, muchos nos sentimos cercanos al Maestro, abocados a sufrir el bochornoso circo de la politiquería mitinera. Los partidos engrasan su maquinaria de mercadotecnia electoral y los oscuros mecanismos clientelares con los que confeccionan las listas de los que han de ser nuestros representantes institucionales. ¿Es verdaderamente ésta la democracia que nos merecemos? ¿Debemos resignarnos a que nada cambie después de más de treinta años de funcionamiento defectuoso?

Los mítines electorales son hoy espectáculos bochornosos; reuniones de palmeros muchas veces agradecidos, cuando no directamente subvencionados, llamados a la función del coro que exalta al líder carismático, con escenografías más propias de conciertos de rock que de actos políticos. Sólo caben lindezas superficiales y discursos enfocados hacia los escasos minutos o segundos que concederán los telediarios, hacia la frase ingeniosa o zahiriente que aparecerá a la mañana siguiente en los periódicos. Este fenómeno lo enmarca recientemente Vargas Llosa, con lúcida visión global, en lo que él denomina 'La civilización del espectáculo': «La política ha experimentado una banalización acaso tan pronunciada como la literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades, modas y tics, ocupan casi enteramente el quehacer antes dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma, que importan más que sus valores, convicciones y principios».

La falta de democracia interna de los partidos lleva décadas impidiendo que en su dinámica de trabajo y debate prime el interés general. En su lugar, se instala con protagonismo y prioridad absoluta una impaciente ansia de dominio y poder, que en no pocas ocasiones va unida a inclinaciones espurias del partido, de sus gerifaltes o del estrato social que alimenta su militancia. Aquellos que presuntamente son representantes del pueblo, solo representan, en el mejor de los casos, los intereses electoreros de su partido y, con demasiada frecuencia, solo a sí mismos.

En este contexto, los casos de corrupción y nepotismo, tan elocuentemente abundantes, no pueden despacharse como mero fenómeno de la naturaleza humana, sino como perversión típica del propio sistema de partidos, que exige un cambio radical. Con razón se ha dicho que los partidos encarnan en su funcionamiento interno el 'espíritu de la zancadilla', un entrenamiento que acostumbra a los potenciales candidatos a desplegar una sucia capacidad de intriga y maniobra dentro de la organización, para desplazar a los competidores con criterios que nada tienen que ver con el mérito personal. No hay peor enemigo que el 'compañero de partido': por eso resulta bochornoso asistir impotentes a las sucias maniobras que, antes de cada elección, se producen en el seno de los partidos mayoritarios, entre los que han de ocupar alguna cuota de poder para colocarse en un buen puesto de salida en las listas, donde proliferan como setas los primos, cuñados, amiguetes y amantes.

Son problemas que arrastran a otros muchos, accesorios pero igualmente graves, como el de la captación de las élites políticas. En el actual panorama ¿qué profesional de prestigio va a arriesgar su fama y patrimonio mezclándose con semejante compañía? La política se ha convertido en una profesión que se escoge con la intención legítima de desarrollar una función responsable y vivir de ella. Pero con hiriente frecuencia vemos cómo se dedica a la política lo peor de cada casa, sujetos que encuentran en este campo una posición y una fortuna a la que nunca hubieran podido aspirar en su ámbito profesional o empresarial.

Hoy en España, para vivir como un pachá sin oficio ni beneficio, nada como dedicarse a la política, donde se medra no mediante el esfuerzo y la dedicación, sino a través de la pillería, el peloteo y el fulanismo. Lo que caracteriza a nuestra clase política es la manera sorprendente en que sobreviven a todos sus errores, perpetuándose en el poder interno, remozando con nuevas formas el clásico estilo sátrapa o tiránico.

Siendo el nuestro un sistema representativo, resulta ineludible dejar que los políticos que elegimos sigan su propio juicio en la gestión de los asuntos públicos, pero de igual forma es nuestro derecho, y nuestro deber, exigirles cuenta después sobre qué han hecho, qué no han hecho y por qué.

El peligro de déficit democrático siempre está presente en los sistemas de representación indirecta. Precisamente por ello, ha de ponerse el máximo empeño en garantizar que estos sistemas sean lo más representativos posible. Está en juego la afección de los ciudadanos. No es tarea fácil ni cosa de un día. Ya advirtió Michels sobre la 'Ley de hierro de las oligarquías de los partidos políticos', que convierte casi en utópico exigir que sean organizaciones verdaderamente democráticas en su organización y funcionamiento interno. Sin embargo, esta regeneración es irrenunciable y merece concitar nuestro mayor esfuerzo en los próximos años, precisamente porque los partidos son imprescindibles en nuestro sistema representativo y, por tanto, son el cauce obligado para cualquier solución.

Por otra parte, junto a la nueva regulación del funcionamiento de los partidos, debemos poner coto al número desmedido de cargos políticos, porque sin duda es parte inseparable del problema. El fenómeno no es nuevo y parece haberse producido, desde antiguo, en la mayoría de las democracias. Me viene a la memoria aquella observación de Thoreau: «un pretor o un procónsul sería suficiente para resolver los problemas que acaparan la atención del Parlamento inglés y del Congreso americano».