Sociedad

LA RE(E)VOLUCIÓN

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Decía Jean Cocteau que «todo lo que no evoluciona, muere». El ser humano, lo que por naturaleza nos atañe, es mucho menos inteligente de lo que se cree o nos creemos, mas sin embargo llega a adivinar que la evolución es, en ella misma, la clave de su supervivencia. El saludable movimiento del 15M, pudiera aparecer como fruto de un justo anhelo revolucionario, pero desdichadamente no llegará a serlo nunca por haber nacido con formato de algarada ingenua invocando a la indignación, sin apercibirse que el estado de indignación, en filosofía moral, esto es, desde el punto de vista ético, comporta un compromiso irrenunciable con la dignidad. En El Palillero, he escuchado el otro día, con el respeto debido al honorable intento de promulgación de cualquier idea, auténticas necedades, todas ellas condenadas a ser evaluadas como infructíferas, por su candor infantilista que incurre en un genuino nihilismo que amenaza con denegar todo pensamiento, como opinaba Alain Badiou y, sobre todo, por el supino desconocimiento de los cánones normativos de la politología y la economía y, además, de la democracia que reclaman al Olimpo.

La lógica y justa indignación, es un aderezo inadecuado para la condimentación de una revolución, por los componentes genitales, viscerales, que la impulsan, ajenos paradójicamente a toda ética. El tosco planteamiento del 15M, desprovisto de toda reflexión y toda poética, ha caído, desde su génesis, en todas las trampas de la intoxicación política del sistema que condena. Se ha dejado manipular por la casta política, como primer error, se ha lanzado a la calle sin tener ingerido y digerido un sólido manifiesto legislativo, aunque solo fuere emocional, que lo impele a proclamarse como burdo cabreo transgeneracional. Una revolución, ha de ser siempre fruto de un anhelo juvenil, de una efervescencia germinadora, capaz de inmolarse, eludiendo el martirio, en pro de un proyecto de coexistencia feraz y emocionante, capaz de demoler las murallas almenadas de las perversiones que censura, tras sosegado y enjundioso análisis henchido de generosidad incendiaria, en vez de intentar condenarlas desde barruntos intuitivos primitivistas egolátricos.

Siendo la acracia la esencia nutritiva de la juventud, su lato encanto agnóstico, no es apto el ácrata para asumir liderazgo alguno. El joven o tiende a convertirse, con recio sacrificio, en un proyecto fértil y altruista, o se avejenta. Mi generación, e incluso otras anteriores, no pinta, no pintamos, nada dentro de ese galimatías asambleario circense, porque estamos tarados por arcaísmos y nostálgicas evocaciones, porque somos el pasado; porque no estamos capacitados para asumir los riesgos del caos creativo. Somos los autores del fracaso, el que hemos ocasionado con necio ahínco, que ellos denostan con razón ahora. Decía André Malraux que «el siglo XXI será (sería) inteligente o no será» y así, hemos de tutelar este alzamiento de frágil vocación revolucionaria desde la complicidad periférica, convocando a la inteligencia cognitiva, aquella que deben poseer los jóvenes bien formados; a la inteligencia emocional imprescindible para crear creyendo y a la inteligencia ejecutiva, para poder convertir en realidad las lozanas utopías. La imprescindible regeneración evolutiva de la sociedad, ha de ser acometida por una juventud laboriosa, enamorada y aguerrida, a solas, sin componendas ni manipulaciones de todos aquellos que habiendo podido alzarnos antes, no lo hicimos, legándoles tan sólo un prado yermo. Los hemos condenado a convocar caceroladas porteñas sin sustancia ni agallas. Cádiz los necesita con grito cuerdo.