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Indignados, un año después

El retorno del 15M invita a preguntarse de dónde vino el movimiento y qué herencia deja

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El 15M no es el acontecimiento más importante que se ha producido en los últimos meses, pero no sería posible describir lo sucedido en este tiempo pasándolo por alto. Los indignados no han cambiado el mundo, como quizá soñaron, ni se han cumplido sus objetivos, suponiendo que en algún momento alguien haya sabido cuáles eran, pero su aparición ha dejado una profunda huella en el entorno político. Es verdad que se trataba de un movimiento disperso e inmaduro, que no se ha traducido ni llegará previsiblemente a traducirse en una corriente de opinión mínimamente definida. Pero eso no significa que pueda quedar reducido a un simple problema de orden público. Al contrario, al cabo de un año es tiempo de poner sobre la mesa algunos elementos para la reflexión sobre lo que ese movimiento ha significado y significa.

El primer paso consiste en aclarar las motivaciones que estuvieron en el origen de la indignación y precipitaron el despegue del movimiento. Detrás de su envoltorio folclórico y carnavalesco, el movimiento tenía fuertes razones. La indignación era un sentimiento compartido, pero también la percepción de que en ese momento estaban saliendo a la luz por vez primera las demandas de los perdedores de la crisis, de quienes estaban experimentando en primera persona el más drástico recorte que cabía imaginar en sus expectativas vitales. De la noche a la mañana, habían comprendido que ya no bastaría estudiar para encontrar trabajo, trabajar para tener un futuro aceptable, para sí y para los propios hijos. La promesa de una distribución equitativa de las oportunidades sociales se había desvanecido.

El segundo dato a tener en cuenta tiene que ver con la composición del movimiento: ¿cuántos eran los indignados y de dónde venían? El 15M no era un movimiento homogéneo, de clase, sino más bien un movimiento transversal, en el que han confluían personas diversas y por razones dispares. De ahí que su fuerza no pueda cuantificarse a través del número de manifestantes que salen a las calles. A comienzos del verano los sondeos indicaban con claridad que un porcentaje muy alto de la población española, en torno a siete de cada diez españoles, simpatizaban con el movimiento. Un dato que solo se explica si se admite que el movimiento había alcanzado a votantes de distintos partidos, edades y medios culturales.

En tercer lugar, es interesante aclarar qué es lo que pedían realmente los indignados. Se recordará su esfuerzo por elaborar un catálogo de reivindicaciones programáticas adoptado por consenso unánime en las calles. El resultado fue, ni más ni menos, el que cabía esperar: un conglomerado variopinto de ideas en el que se mezclaban peticiones maximalistas y simplezas, así como no pocas propuestas ya de sobra conocidas y experimentadas en la historia de las formas políticas. La buena voluntad, no siempre produce buenas ideas. El movimiento tocó techo en el momento en que los indignados se propusieron encontrar soluciones concretas. Ahí comenzó su fisiológico desgaste.

Este último punto enlaza con la cuestión de la organización, que ha vuelto a salir a la luz en vísperas del primer aniversario. Se trataba de saber si el movimiento debía dotarse de una estructura organizativa más firme, para saltar de las redes virtuales a las calles y a los barrios. Vista con un mínimo de perspectiva, la cuestión es poco relevante. Desde el primer momento, y más aun tras el fin de las primeras ocupaciones, la fuerza del movimiento no estaba en su capacidad de convocatoria, sino en el peso de su dimensión simbólica. Con o sin estructuras asociativas firmes, a través de la red o al margen de la red, en el movimiento de los indignados se reconocen tanto una multitud de pequeños grupos más o menos marginales, como muchísimos ciudadanos que nada tienen que ver con ese tipo de entornos. El potencial simbólico del movimiento no puede ser capitalizado. Se transforma o se dispersa por otras vías.

Y esto nos lleva finalmente a considerar la cuestión de la herencia del movimiento, que es, en realidad, el problema decisivo, compartamos o no sus puntos de vista. ¿Qué futuro tiene un movimiento efímero y que se resume, básicamente, en una emoción? Alguien diría que no puede llegar muy lejos: un movimiento así está destinado a quedar reabsorbido, más pronto que tarde, en los cauces de la política ordinaria. Creo, sin embargo, que este diagnóstico es incompleto. Se produzcan o no nuevas ocupaciones, se renueve o no el repertorio de la protesta, lo cierto es que ha llegado a consolidarse en la opinión pública española y no solo española (recuérdese de qué forma circularon las imágenes de la Puerta del Sol en los diarios del mundo entero) la idea de que existe un amplio abanico de expectativas sociales a las que ya no hay nadie que quiera o que pueda dar respuesta. Promesas incumplidas que el movimiento de los indignados consiguió traducir en imágenes. La crónica diaria, desde entonces, ha seguido tropezando obstinadamente con ellas. Y la cosa va para largo.