CIUDAD IMPRESCINDIBLE
Actualizado: GuardarResultará quizás demasiado castizo declarar que existen ciudades bien paridas. Quizás también que fueron bien engendradas. Todas esas buenas inseminaciones y alumbramientos responden a una excelente selección de su ubicación geográfica. Los casos más notorios son los de, mis bien amadas, Estambul, Lisboa, Rio de Janeiro, Cape Town, San Francisco, Venecia y Cádiz, todas ellas vinculadas a los espacios misteriosos e ignotos del mar o de grandes estuarios salobres. En todos estos casos, se percibe un preciosismo en la decisión de sus fundadores de ubicarlas allí y así, vararlas, ofrendadas a la posteridad como ejemplos de un narcisismo plástico tridimensional. En pro de la justicia, he de confesar que conozco muchas otras también eugenésicas, pero alejadas de los riesgos que comporta arrostrar los maremotos con parsimonia. Son éstas, ciudades ubicadas al rescoldo de la tierra adentro, menos aguerridas, que impetran a los ríos para que les transporten sus anhelos hasta el mar a bordo de una botellita acomplejada. París, Lyon, Toledo, Sevilla o Nueva York. Pero de todas ellas, Estambul y Cádiz se llevan la palma.
Como quiera que el amor que no se profesa se marchita, proclamo que amo a Cádiz y la asumo como pecado de lujuria propio, mas no la amo tan sólo por su pirueta iluminada, sino porque me fascina su paciencia para soportar el injusto ostracismo que la invade. Una ciudad abierta a un océano histórico, un emblema que permite que este inmenso misterio itinerante cambie de escala y se domestique en su también homónima bahía, la convierte en un paisaje urbano navegante. Nada es casual en Cádiz, ni tan siquiera su ubicación, pues responde a un mandato olímpico que instó a Hércules a emplazarla justamente aquí para escenificar su sino y su destino.
Este crisol de mitos y de ritos, este misterio edificado, este templo mitológico y este feraz portento historiográfico, dotan a Cádiz del don de ser una ciudad indispensable para poder entender el devenir de la cultura y la importancia de haber sido el vórtice del universo conocido.
A Cádiz, a su carácter histriónico y sensual, le ha dañado siempre la seguridad. Siempre que ha gozado de períodos álgidos, ese protagonismo referencial, ese apoltronado bienvivir, la ha arrastrado inmediatamente a un período de ostracismo y ruina, por hartazgo. Siempre se ha debatido entre la gloria de la púrpura y la inmisericorde postración, porque nunca ha creído en su merecida gloria y la minusvalora con desdén y la despilfarra. Cádiz, en su calidad de ciudad imprescindible para convertir la historia en proyecto lucrativo, debe iniciar con urgencia un proyecto de emancipación de las lacras que la encadenan a la postración cultural, social y económica, inmerecida a todas luces, que la asolan, desde la humildad autocrítica del lúcido que elude los vicios de la necia soberbia autocomplaciente. Desde la concordia educada y la tolerancia del magnánimo. Desde el orgullo de la ciudad que ha parido a la Civilización Occidental, gracias al prodigio de traducción que fue capaz de hacer del legado de la Civilización Oriental, noble cuna de cunas nobles. De ella misma, bastión de talentos, depende su porvenir.