Proteger la marca
Actualizado: GuardarLa crisis económica desatada el año 2007 se convirtió, desde sus primeros síntomas, en fuente de argumentos para la confrontación partidaria más que en el desafío que aunara, sin cicaterías, el esfuerzo común de todos los partidos e instituciones. A medida que se revelaba su naturaleza, la gravedad de sus efectos y su continuidad, las evidencias de que ponía en cuestión nuestro modelo productivo primero y la crisis de la deuda soberana después, con sus consecuencias sobre la sostenibilidad del Estado del bienestar, se agudizaron las tensiones gobierno-oposición y comenzaron a vislumbrarse los límites del diálogo social. El pulso entre PP y PSOE de cara a las generales prevaleció sobre la necesidad de entendimiento, con la excepción de las primeras medidas de reforma del sistema financiero y del pacto para el cambio constitucional en materia de disciplina presupuestaria. A la tardanza de Zapatero en reconocer la existencia misma de la crisis se le sumó una vertiginosa sucesión de acontecimientos que situaron a la política española muy a la zaga de los imponderables económicos. Al final, junto a la renuencia partidaria al acuerdo, que se ha hecho notar antes y después de la alternancia al frente del Gobierno, han sido las exigencias de la UE y de los mercados lo que ha acabado imposibilitando una salida consensuada a la crisis. Quedará en el aire la duda de si una reacción unitaria más temprana y decidida hubiese hecho posible hoy medidas menos sacrificadas y más acordadas, propiciando una imagen semejante a los Pactos de la Moncloa. Pero a estas alturas sería muy difícil que el entendimiento en el ámbito político y en el del diálogo social pudiera brindar a la economía española un crédito suficiente como para moderar los ajustes y las reformas precisamente en nombre de ese mismo consenso. De ahí que lo único que cabe esperar y exigir es que los principales actores de la política traten de atenuar sus diferencias, ahorrándose la oposición los excesos verbales y evitando el Gobierno aquellas decisiones que puedan enrarecer el clima político sin un beneficio neto a cambio. Al tiempo que las organizaciones empresariales y los sindicatos apuran las posibilidades siquiera parciales del 'pacto de rentas' que alcanzaron antes de que el Gobierno fijara sus criterios en cuanto a la reforma laboral.
La proyección exterior de España como realidad económica está sujeta a las dudas que suscita nuestra capacidad de ajuste y recuperación, pero también a prejuicios que conforman un estado de opinión reticente hacia nuestro país, de modo que cualquier noticia negativa tiende a estigmatizar la marca. España ha pasado de la imagen exitosa que proyectaba gracias a la burbuja que la crisis hizo desaparecer a ser puesta ininterrumpidamente bajo sospecha desde mediados de 2010 y a perder mucho peso en las instituciones europeas y mundiales. Toda declaración pública de las instancias internacionales valorando positivamente el esfuerzo de recortes y reformas va acompañado siempre de una apostilla: se requiere un mayor sacrificio. Es inevitable pensar que ese tipo de manifestaciones representan, en buena medida, una transferencia de culpas que se ceba con nuestro país soslayando las dificultades y responsabilidades que atañen al conjunto de la Unión y a aquellos gobiernos que desempeñan el papel de fiscales y jueces respecto a los demás.