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La estampida

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Contemplar la estampida ciega de los ñues en el Serengeti, en vivo y en directo, sobrecoge. Retumba en el esternón el eco de ese trueno necio que se estampa contra los taludes de las riberas, huyendo de un ignoto peligro. La ley de los barruntos, de las percepciones aventuradas, genera esos desajustes en la interpretación del peligro; y el pánico se instala impío en la grey arremolinada, suicida. No afecta ese desequilibrio alocado únicamente a estos desgarbilados herbívoros. He visto correr en desbandada a seres humanos escapando de las persecuciones de Ruanda, buscando refugio en Tanzania, que como los ñues, se daban de bruces contra las acacias, que no acertaban a ver por el terror.

La estampida tumultuosa en búsqueda de la felicidad, del bienestar entendido como epítome de la misma, nos ha ofuscado a los humanos, al creer que la felicidad es un bien fungible. Que es algo que se compra, cueste lo que cueste. Creyendo que para disfrutarla con fruición, se pueden, incluso se deben, conculcar leyes humanas y divinas con absoluta impunidad. El hedonismo desequilibrado, la búsqueda del placer que insta a huir del dolor con tozudez, responde a una dinámica banal, trivial, que genera cretinismo espiritual. La tendencia contraria basada en la redención por el dolor, no es corriente menos necia, pues intoxica al ser humano de atrófica piedad; la de la inmolación al servicio del martirologio.

Hay que hacer todo lo posible por ser felices, todo aquello que sea saludable, honorable. Hay que eludir el dolor, huir de él poniendo remedios sanadores, materiales o inmateriales, pero sin ofuscarnos como los ñues. La felicidad es un fruto suculento con fecha de caducidad; como el dolor. Así, hemos de aguzar el ingenio, perfeccionar las técnicas cinegéticas del oteo, para asirnos a la efímera felicidad al vuelo.

Isaac, el guardián de nuestra casa en Mogadiscio, combatía sus recurrentes y agudas cefaleas quemándose con brasas de carbón en distintos puntos específicos del cuerpo, a modo de chacras, hasta que conoció por nosotros la aspirina. El reposo del alma, como el del cuerpo, no necesitan grandes cosas para conducirnos a la felicidad, para paliar los dolores. La felicidad se basa en el hechizo, incluso el sortilegio, de las pequeñas cosas. De los pequeños gestos. De los manjares más humildes. El mero hecho de amar decente e intensamente, teniendo la humildad suficiente para permitir que se nos ame de igual modo, evita el riesgo de estampida. El amor y el humor son dos arietes áureos de uso colectivo, dos portentos del gozo.