Sociedad

Un líder masai desembarca en Madrid por un proyecto solidario El salto de William

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En ese universo que va desde la Plaza de España hasta Alcalá, en el mundo de los distintos que es la Gran Vía de Madrid no hay nadie más distinto que él. William viste sandalias, un suka de cuadros azules y rojos, una ristra de collares abrazados a su finísimo cuello en una geometría armónica de cuentas de colores y una maza de guerra en la mano. Y es negro. Imaginen un jefe masai. Pues así, de esa guisa se pasea por Madrid William Ole Pere Kikanae, 37 años, líder de los masai del Mara, en Kenia, y lo más curioso del asunto es que nadie, salvo un chaval brasileño, se para a preguntarle quién es o qué hace en esta jungla urbana que es la capital de España a hora punta. Lo miran de reojo, comentan de manera disimulada -«Mira ese»-, como mucho sonríen y tiran una foto con el móvil para subirla al Facebook. «Qué tío más raro». Pero nadie se para y le tiende la mano. Al guerrero no le preocupa y sigue su marcha con media sonrisa en la cara y la dignidad asomando sobre una cabeza altísima como remate de una figura fibrosa, corta pero estilizada: «No me importa que me miren, porque estoy orgulloso de pertenecer a mi pueblo. Pero me resulta raro. Si cualquiera de ellos viniera a mi poblado, todos querrían conocerle, saber de él y darle la mano».

Lo comenta en su última visita a la gran ciudad (ayer). Ha completado un viaje de miles de kilómetros desde Kenia para promocionar una nueva línea solidaria de zapatos de Pikolinos que elaboran las mujeres de su comunidad. Allí lejos, a 6.000 kilómetros quedan las siluetas de las acacias recortadas sobre el cielo incendiado del atardecer, los cánticos de los niños al salir de la escuela, el paso cadencioso de la gran migración de ñúes y cebras. En Madrid hay sol, frío, humo y bocinas que le sobresaltan. La diferencia entre su poblado y la capital es la misma que media entre una catedral y un 'after-hour'. Obviamente, le llama la atención muchas cosas. La primera es la altura de los edificios y que «todas las calles se parecen». La segunda es la cantidad de semáforos. «En el Mara no hay ni uno». Lo sabe bien él, que hace unos años, en uno de sus larguísimos viajes en bicicleta de un poblado a otro, dio una curva tras el recodo de un río y se chocó contra ¡un elefante! «Creí que iba a morir, pero me tiré al río por un terraplén, el elefante no podía bajar y se quedó arriba, enfadado».

Madrid no le divierte. «Echo de menos mi país, pero vengo a hacer cosas para mi proyecto». No le gustan los viajes de empresa. «Esta no es mi vida», aclara. El AVE que le trajo desde Valencia le resulta rapidísimo. «No me daba tiempo a mirar las cosas por la ventanilla». Tampoco le gustan las lubinas que se exponen en un obsceno escaparate a la calle de un restaurante.

La conversación con el guerrero es una ensalada de risas con asombro, aunque en este caso parece más sorprendido el europeo que el de la tribu. Como concesión al tópico, William abre los ojos como platos cuando se entera de que allí en plena Gran Vía se representa el montaje de 'El Rey León' y que gracias a esa historia venida de su tierra, muchos españoles saben que 'rafiki' significa amigo en swahili, su lengua, y que 'simba' es un león. Tampoco ha estado en el cine, ni se muere por saber quién es Woody Allen, pero cuando llega a casa, a la paz de ese hogar, con sus paredes de barro con estiércol, a los niños jugando por el suelo en su divina inocencia y al atardecer sobre las acacias, más de doscientas personas se acercan a que les cuente la película. Cada regreso es una 'premiere'.

- ¿Qué es lo que le gusta más de este mundo?

- Vuestra sanidad y la educación.

La historia de un sueño

Ese fue el camino que recorrió William Ole Pere Kikanae con la misma decisión alegre y digna con la que patea la Gran Vía de Madrid. Esa fuerza vital lo marcó desde crío, cuando era el más valiente, el que más cicatrices lograba al quemarse los brazos con carbones candentes. Cuando su grupo de amigos se peleaba con otro grupo enemigo, William se convirtió en líder de ambos y puso paz. Después se hizo guerrero y también fue el jefe. En 2002, a ese tipo al que fotografían los paseantes con displicencia, lo hicieron líder de una comunidad de más de 5.000 personas que ocupa la sabana verde del parque nacional del Masai Mara y parte de Tanzania. Y sí, mató un león a mano. Con su lanza y su cuchillo. Se lo preguntan todos. El tenía 20 años y en el codo aún guarda las marcas de la pelea.