ANDALUCÍA

ABSTENCIONISTA

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Me he permitido una siesta como particular y postrero método de reflexión antes de ir a ejercer mi derecho (y creo que también mi obligación) al voto. Al abrir los ojos me he llevado un gran susto al sumarle una hora más a la que marcaba ese antiguo despertador al que yo todavía no había informado del cambio horario, cuando todos los demás ingenios digitales de mi hogar lo habían hecho motu proprio. Me visto aprisa y corriendo, pensando que voy a ser de los últimos en acudir a mi colegio electoral. Mi mujer me tranquiliza, confesándose autora de un adelanto de manillas que yo desconocía. Me tomo un café. Ella me pregunta si ya tengo claro a quién voy a aportar mi granito de arena plebiscitario. No tengo más remedio que reconocer que todavía no lo tengo decidido. Una fuerte desazón comienza a apoderarse de mi ánimo de animal democrático.

Descubro entonces un enorme vacío en mi conciencia de votante en potencia. No he atendido a los diferentes debates electores, ni en radio ni en televisión. Me he mostrado sordo ante las soluciones preelectorales que todos los partidos tienen justo en estos momentos para acabar con nuestros males. No he asistido a ninguno de esos contubernios para convencidos llamados mítines. Mi vista ha resbalado por los carteles de los diferentes candidatos. Descubro no sin disgusto que el germen abstencionista llevaba cuando menos quince días desarrollándose en mi interior. Tras entonar este mea culpa de confesonario, tengo que convencerme que la raíz del mal está en una evidente pérdida de fe. Quizás tengo todavía muy fresco el recuerdo de las últimas elecciones generales. Quizás estas autonómicas se me han venido encima sin haber acabado de encajar aquel golpe, me dije.

En las últimas generales había sido testigo del triunfo cantado de quienes se sabía que les iban a pasar la factura de la crisis justo a aquellos que más estaban sufriendo sus calamidades. Sabíamos de más quiénes íbamos a ser puestos a tirar de ese carro sobre el que con toda comodidad viajan precisamente los que trazaron esta ruta por los senderos de barro justo al borde del precipicio. Había asistido también al espectáculo de pavor que se produjo en el partido derrotado, cuando la preocupación electoralista de la mayoría de sus más conspicuos dirigentes fue la de hacerse con un hueco en los botes salvavidas del Congreso o del Senado antes que hundirse en aquel Concordia que ellos mismos habían condenado a tan peligroso derrotero. Los demás partidos o bien habían barrido para casa, o habían engordado con los desperdicios que toda descomposición trae consigo, sin que ello fuese a representar un cambio significativo en el reparto del pastel electoral.

Acercarme a votar, pues, significaba para mí, ahora que todo aquello había salido a flote en mi conciencia, sentirme cómplice de la repetición de idéntico bochorno frente a las urnas entre quienes defienden la ideología de aquellos que llevan siglos cultivando los males endémicos de esta tierra, y aquellos otros que durante varias décadas en el poder han logrado tejer en las más altas instancias una oscura red de influencias que sólo beneficia a los afines, y niega el pan y la sal a todos los que no llevan el correspondiente carnet en la boca.

Qué mejor forma que mostrar mi disconformidad con los unos y con los otros que quedarme en casa, qué mejor forma de ejercer el voto útil que esta de no utilizar mi voto, me pregunté llegado a este punto. Me encontraba ya justo al borde de la abstención, pero mi ánimo democrático estaba curiosamente en calma. Encendí la radio. Escuché que lo más destacado antes del cierre de los colegios electorales era la alta abstención. A lo que se veía mucha otra gente había pensado como yo. Me puse a escribir esto en paz conmigo mismo.