Sociedad

El padre Clemente, el abad que convirtió el gregoriano en 'hit parade', deja el cargo después de 23 años «por agotamiento»

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Un cielo puro ilumina el valle burgalés de Tabladillo, entre el río Arlanza y la sierra de la Demanda. Abajo, en la hondonada, un mundo de oración y silencio se rinde a la sinfonía de trinos de decenas de pájaros que hacen coro, en la hora de 'vísperas', al canto gregoriano. Ambos se elevan al cielo, como el ciprés donde las aves reposan, que se yergue majestuoso en el epicentro de un claustro románico rebosante de mitología y de historia. Sigilosamente, hasta el medio del patio principal del monasterio de Santo Domingo de Silos se desliza la figura estilizada de un hombre con hábito benedictino. Un ser diminuto, sin embargo, ante el «inhiesto surtidor de sombra y sueño», añorado por Gerardo Diego y que el hasta hoy abad Clemente Serna salvara de una muerte segura con sus SOS lanzado a los cuatro puntos cardinales. Aún trepa el abad por sus ramas para limpiarlas. Un «mástil de la soledad» con 130 años de vida, 25 metros de altura y símbolo del monasterio, con el claustro, la biblioteca o la botica.

Relajado tras un paseo de dos horas por los parajes aledaños (ha llegado a andar al día 30 kilómetros), Dom Clemente (el dom es un título honorífico que se suele dar a benedictinos y cartujos) juega como un niño y trata a los pájaros como a sus iguales. Choca las palmas y el silencio se adueña de un rincón ajeno al mundanal ruido desde hace más de diez siglos. Solo unos pocos gorriones dan la espantada hacia una de las paredes de recios sillares del cenobio. «¿Habéis visto?, me obedecen. Los que se van son los tontos», explica con naturalidad pasmosa.

Los treinta monjes que rezan y trabajan en Silos (siguiendo escrupulosamente la máxima 'ora et labora' de la orden) eligen hoy nuevo abad. Un acontecimiento que no se producía desde hace 23 años, cuando la comunidad decidió que quería ser gobernada por Clemente Serna (Montorio, Burgos, 1946) y, al salir su nombre, dijo para sus adentros: «Qué angustia». Dom Clemente abandona el cargo por el cansancio acumulado en sus frecuentes viajes por Europa, América y Asia como revisor de los monasterios benedictinos y participante en multitud de foros espirituales y académicos. Su salud lo acusa. Ahí quedan sus logros, que su modestia se niega a admitir. «He hecho lo que debía hacer, que lo descubran los que vienen detrás», zanja con humildad.

La divulgación del monasterio como uno de los principales centros de espiritualidad de España, la difusión del canto gregoriano con los discos que grabaron -más de ocho millones de copias vendidas en todo el mundo-, la restauración del convento de San Francisco (su sueño desde que con 13 años ingresara en el lugar), el túnel que le arrancó al expresidente de la Junta de Castilla y León Juan José Lucas bajo amenaza de cerrar el monasterio porque el ruido de los camiones retumbaba en la iglesia e interrumpía los cantos y la repercusión política del centro religioso, son algunos de ellos. Aunque matiza la última apreciación.

Habla pausado, con una serenidad que nace de su dedicación al estudio, a la reflexión, al servicio a los demás. Cuenta en su historial académico con ocho licenciaturas («estudiar era mi «hobby», dice), habla perfectamente alemán, inglés, francés e italiano y en la intimidad de su celda piensa siempre en latín, lengua de la que confiesa estar «enamorado» y que le hubiera gustado que fuera el idioma común para toda Europa. «Habríamos ahorrado tiempo y dinero». Porque es buen gestor. Con «ese plus que nos dieron por grabar los discos» ha protegido los balcones de las celdas con cristales antitérmicos y ahorran un buen pellizco en calefación. Cuidan bien la huerta, las patatas que les sobran las envían en sacos a sus hermanas las monjas «que viven peor que nosotros» y cosechan para resistir en invierno. Desde la balconada de la que era su celda hasta anteayer, que abandonó para dejársela al nuevo abad, pueden avistarse coles y puerros que cubren por las noches para librarlos de las heladas. Un huerta de casi 40 hectáreas que da mucho de sí, para los monjes, las dos hospederías de hombres y mujeres que atienden y para el albergue gratuito de peregrinos. El abad se muestra reacio a ser fotografiado en su celda, y más a que la visite una mujer. Acepta con resignación, incapaz de pronunciar un 'no' y, al entrar, corre la cortina de la minialcoba que ocupa una estrecha cama vestida con un edredón azul verdoso. Habla de los retablos de San Clemente que le regalan y que coronan una de sus estanterías de libros, de la restauración de las murallas del recinto, su primera obra...

Pluma y ordenador

Recuerda las visitas de los Reyes de España (a los Príncipes ya les ha reprochado su ausencia); sus encuentros con el Papa, a quien conoció como cardenal Ratzinger cuando estudiaba en Alemania; con Juan Pablo II y sus afables conversaciones en la iglesia romana de San Pablo Extramuros. O con José María Aznar, único presidente del Gobierno que los ha visitado. Veraniego devoto de Silos hasta que salió de La Moncloa, aún se cartea con él, a pluma y tinta, porque el padre Clemente no entiende la relación personal de otra manera. El ordenador que reposa en un rinconcito de la mesa de su habitación lo usa para otros menesteres. Entre los papeles y libros se hace hueco una mandarina. Es frugal hasta en la comida. Pero aunque no tenga apetito ha de comer. «Tengo que cuidarme por mi desgaste físico, precisamente para no herir a Dios, porque me puede decir: 'Oye te doy la vida y tú te la quitas, pues no, quedaría muy mal», suelta con tal gracia que no podemos dejar de reír. Él también ríe. Pero no ha derramado ninguna lágrima por dejar de estar al frente de la abadía. Se lo pensó durante medio año. Y lo hizo público el pasado 23 de noviembre, día de San Clemente. No hubo ni vuelta atrás ni nostalgia. «Las cosas se piensan bien y se ejecutan».

Habla de todo sin tapujos, con voz delicada y una cadencia de efecto relajante hasta para cualquier ateo. Inteligente, irónico y campechano. La amabilidad con hábito marrón oscuro. Dos horas y media con él dan para abordar la pederastia en la Iglesia, prácticas que ni conocía cuando se hicieron públicos los escándalos («estoy abochornado»). Y la muerte: «Se lo digo todos los días al Señor, cuantinantes... mejor, pero haré lo que tenga preparado para mí en este monasterio al que pertenezco». Recorremos pasillos y más pasillos (3 kilómetros al día se hacen los monjes para cumplir con sus obligaciones). Casi a oscuras, aunque en zonas más sombrías la luz se enciende ante la presencia humana. El tiempo se detiene, pero Silos se adapta a los cambios y los símbolos permanecen, como ese ciprés moribundo en su día por exceso de agua y que uno de sus ilustres cantores visitó antes de morir. «Gerardo Diego vino a despedirse con su hija Elena cuando ya era consciente de que no iba a volver a moverse de su tierra. Le cayeron unas lagriminas tiernas, tiernas, tiernas. Fue emocionante. Él se emocionó al ver el ciprés por última vez».