LA HOJA ROJA

LA VÁLVULA

Por eso, sólo por eso, sacamos fuerza para levantar la tapa de la olla y para demostrar que somos los mismos, que nada ha cambiado

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El mecanismo de una olla exprés es tan simple como peligroso. Se introducen los ingredientes, se les echa bastante agua pero sin que los llegue a cubrir del todo, se pone a fuego vivo y se cierra la olla herméticamente. La presión que se produce dentro de la olla permite subir la temperatura muy por encima de los cien grados centígrados consiguiendo que todos los elementos introducidos en la misma estén sometidos a una grandísima presión de la que sólo pueden descargarse a través de una pequeña válvula que libera el vapor cuando la presión comience a superar los límites establecidos. Llegados a este punto únicamente hay que esperar que la presión sea tanta que la válvula se ponga en acción. Un ruido atroz y un Psssssshhhhhhhhh!!!! Y es ahí donde empieza lo comprometido. Uno nunca sabe cuánto tiempo será necesario para calmar los ánimos dentro de la olla y tampoco cuánto tiempo la válvula tardará en liberar la tensión de los elementos presionados. Es por tanto, lo mejor, apartarse de la trayectoria de la válvula de escape, no acercarse mucho y dejar que la olla poco a poco vaya eliminando los niveles de presión, recuperando la normalidad en cuanto los elementos consigan normalizar su tensión y vuelvan a su estado natural. Entonces, con cuidado, se retira la tapa de la olla y allí están los ingredientes, los mismos, pero transformados en otra cosa, no mejor ni peor que antes, pero más tiernos, más dóciles si cabe. Distintos.

Aprender el funcionamiento de una olla exprés es simple, peligroso pero cada vez más necesario para subsistir en esta sociedad permanentemente en ebullición, cerrada herméticamente y casi ahogada que nos ha tocado vivir. Sometidos a tanta tensión uno sólo tiene dos caminos, el de dejarse llevar por la depresión -un camino recto aunque lleno de atajos engañosos- o el de la válvula de escape, buscando cualquier ocasión o motivo para desahogarse de la tensión, de la frustración, de la monotonía de cada día. Vivimos en una máquina de vapor, en una locomotora, en una caldera, en una aserradora, en una turbina. Vivimos al límite siempre de la presión. El paro, el gobierno, las reformas, los recortes, la cesta de la compra, la luz, la gasolina. todos metidos en una gigantesca olla exprés, encerrados y siempre con el agua al cuello, llevamos tanto tiempo recalentándonos al fuego, que no queda otro remedio que abrir la válvula de escape para poder respirar.

Por eso, sólo por eso, somos capaces de echarnos a la calle cada Carnaval. Por eso somos capaces de encontrar aparcamiento para los desvelos, para los disgustos y para los cabreos y de tropezar con la carcajada en cualquier bache del camino, de cambiar el presente con dos coloretes y un tres por cuatro que nunca es doce. No somos un rayo sujeto a un redoma como decía Miguel Hernández, somos un pueblo bien amarrado a su fracaso que canta conjurando sus desdichas a aquello de «el que canta, sus males espanta». No es la ceremonia de la cigarra, es el llanto de la hormiga que ve cómo el niño mimado pisotea el hormiguero y destruye su casa, su comida y su futuro. Es la risa antigua que se enfrenta a la pena nueva. La risa, el arte, el ingenio, el descaro, la ocurrencia de nuestros antepasados que todavía se resiste a abandonar la ciudad sitiada, y que es la única herencia intacta que podemos dejar a nuestros hijos.

Por eso, sólo por eso, sacamos fuerza para levantar la tapa de la olla y para demostrar que somos los mismos, que nada ha cambiado, que tendremos menos, sí, pero que lo que tenemos es todavía mucho. Porque llevamos siglos luciendo tipo y sacándole un cuplé a cada penuria, recortando nuestras miserias para llenar bolsas de papelillos y haciendo pasacalles por esta vía dolorosa. Porque llevamos la eternidad en las venas y eso, sintiéndolo mucho, no puede decirlo mucha gente.

Por eso, y a pesar del mamarracho institucional, a pesar de la temática cabalgata magna, a pesar del macrobotellón provincial, a pesar del pregón -iba a ser el gran qué y se ha quedado en lo que se ha quedado- de Niña Pastori, a pesar del concierto de Pitingo, a pesar de los títeres, a pesar de la iluminación pueblerina, a pesar las vallas de la plaza de España, a pesar de los retretes químicos, a pesar del concurso -aún no me he recuperado de ciertos impactos mediáticos-, a pesar de Ondacadiz, a pesar del Bicentenario, a pesar de la crisis. seguimos teniendo suerte.

La suerte de tener cada año una válvula de escape y una fuente donde lavar nuestras heridas, un edén donde olvidar por unos días que más allá del jardín, más allá de las promesas, más allá de las murallas, el mundo es un lugar hostil, oscuro y feo. Un edén particular donde no existen las penas, ni la culpa, ni los pecados, donde ni siquiera la fruta tienta, donde la música suena a nudillos en un mostrador, donde el tataratachín es una oración sagrada, un lugar mágico, que sólo dura un suspiro, donde estamos -aunque moleste a mucha gente- por encima del bien y del mal.

Luego volveremos a la olla. A la oscuridad otra vez, al agobio, a la confusión, al aburrimiento, al cansancio, al hastío. Volveremos, sí. Pero sin presiones.

Disfruten mucho hoy. Que nadie sabe dónde estaremos mañana.